La controversia, lamento decirlo, no fue precisamente un éxito para mí, y no pretendo aburrir al lector con más detalles de la misma. Baste decir que prosiguió de la misma manera y que el rector Underhill se limitó a presentar los mismos y gastados argumentos a favor de Aristóteles sin aportar más prueba científica que la autoridad escolástica a la hora de situar la Tierra como el centro fijo del universo, como si la autoridad nunca hubiera estado equivocada. En un momento dado, incluso llegó a sugerir que Copérnico nunca había pretendido que su teoría fuera interpretada de forma literal, sino que la había desarrollado exclusivamente como una metáfora pensada para facilitar el cálculo matemático. Todos esos argumentos, yo los había escuchado y refutado anteriormente en numerosas ocasiones y en mejor compañía que aquella; pero esa tarde no se me concedió la menor oportunidad, puesto que el principal objetivo de Underhill no fue convencer al público de la superioridad de sus argumentos (muchos de los presentes compartían sus opiniones y no se dignaron escucharme), sino ridiculizarme y convertirme en objeto del escarnio de sus colegas. Esa, según parecía, era la idea que tenían de la diversión. Además, los modales del público resultaron tan lamentables que este pasó la mayor parte del tiempo parloteando en voz alta y haciendo comentarios mientras Underhill y yo seguíamos con nuestra exposición. Me hallaba a medio exponer un apasionado argumento en el que intervenían complejos cálculos matemáticos cuando fui interrumpido por un alarmante ruido que se parecía mucho al gruñido de un perro furioso. Dada mi natural sensibilidad a semejantes sonidos, tras los incidentes de aquella madrugada, me sobresalté visiblemente y me di la vuelta para descubrir que se trataba en realidad de los sonoros ronquidos del palatino. Me recobré, pero para entonces mi exposición se había visto seriamente perjudicada. Momentos después, un estudiante organizó un verdadero barullo cuando se abrió paso entre las hileras de asientos de los profesores para avisar a uno de ellos. Resultó que buscaba al doctor Coverdale, quien, respondiendo a la llamada, abandonó de inmediato su asiento en mitad de la fila mientras se disculpaba teatralmente con todos aquellos que lo separaban de la puerta y que se vieron obligados a levantarse para dejarlo pasar. No había esperado que Coverdale mostrara la menor contención a mi favor, pero me sorprendió que se comportara con semejante falta de cortesía hacia su rector como para levantarse en mitad del debate.
Proseguimos a duras penas hasta un final que no tuvo el menor parecido con unas conclusiones. Presenté mis propios y complejos cálculos para dar razón de los diferentes diámetros de la Luna, la Tierra y el Sol, en unos términos que hasta un idiota habría comprendido; y, como toda respuesta, Underhill se limitó a repetir los viejos errores escolásticos propios de todos aquellos que confunden la ciencia con la teología y creen que las Sagradas Escrituras constituyen la última palabra en materia de investigación científica. También mencionó con frecuencia mi condición de extranjero, dando a entender que implicaba una inteligencia inferior; y no se mordió la lengua a la hora de comentar que Copérnico también era extranjero y que, por lo tanto, no podía esperarse que demostrara la misma firmeza de razonamiento que un inglés, olvidando así que aquel debate se celebraba en honor del palatino, compatriota del aludido. Me alegré de poder dar por finalizada la controversia. Hice una cortés reverencia ante los escasos y poco sinceros aplausos y bajé del púlpito sintiéndome escocido y maltratado.
SINOPSIS
A finales del siglo XVI, la ciudad universitaria de Oxford es un
hervidero de secretos, enigmas y conspiraciones. En un ambiente
claustrofóbico y con un trasfondo de luchas religiosas entre protestantes
y católicos, el célebre filósofo y científico Giordano Bruno inicia la
búsqueda de un peligroso libro prohibido al tiempo que
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