Podía haber salido de mil maneras distintas.
Por ejemplo, si no se hubiera olvidado el libro, no habría tenido que volver a entrar corriendo en casa mientras su madre la esperaba fuera con el coche en marcha, mientras del tubo de escape salía una nube de humo que se fundía con el calor del atardecer.
O incluso antes. Si no hubiera esperado hasta el último momento para probarse el vestido, entonces se habría dado cuenta antes de que los tirantes eran demasiado largos y su madre no habría tenido que sacar su viejo costurero y convertido la encimera de la cocina en una mesa de operaciones en un intento desesperado por salvar la vida a aquel triste trozo de tela color lavanda en el último minuto.
O más tarde: si no se hubiera cortado con el papel mientras imprimía su billete, si no hubiera perdido el cargador del móvil, si no hubiera habido atasco en la carretera al aeropuerto. Si no se hubieran pasado el desvío o no se hubiera hecho un lío con las monedas en el peaje y estas no se hubieran caído debajo del asiento mientras los conductores de detrás protestaban haciendo sonar el claxon.
Si la rueda de la maleta no hubiera estado torcida.
Si se hubiera dado un poco más de prisa en llegar a la puerta de embarque.
Aunque tal vez habría dado lo mismo.
Tal vez hacer recuento de todos los retrasos de aquel día era inútil, porque si no alguna de esas, habría sido cualquier otra cosa: el tiempo en el Atlántico, lluvia en Londres, nubes que amenazan tormenta en Nueva York durante una hora antes de proseguir su camino. Hadley no cree demasiado en cosas como el destino o la fatalidad, pero lo cierto es que tampoco ha creído nunca demasiado en la puntualidad de las líneas aéreas.
Y de todas maneras, ¿cuántos aviones despegan a su hora?
Nunca en su vida ha perdido un vuelo. Ni una sola vez.
Pero cuando esta tarde llega por fin a la puerta de embarque se encuentra a los auxiliares de vuelo cerrando el acceso y apagando los ordenadores. El reloj de la pared marca las 18.48 y justo detrás de la ventana puede verse el avión como una gigantesca fortaleza de metal; por la expresión de las caras de los presentes queda claro que nadie más va a embarcar.
Ha llegado cuatro minutos tarde, lo que, bien pensado, no parece mucho; una pausa para la publicidad, el descanso entre dos clases, el tiempo que lleva calentar un plato precocinado en el microondas. Cuatro minutos no es nada. Todos los días en todos los aeropuertos del mundo hay personas que suben al avión en el último momento, jadeando cuando colocan su equipaje en los compartimentos superiores y se dejan caer en sus asientos con un suspiro de alivio mientras el aparato enfila la pista de despegue rumbo al cielo.
Pero no Hadley Sullivan, que suelta distraída su mochila mientras permanece de pie junto al ventanal, mirando al avión alejarse de la rampa con forma de acordeón, los motores de las alas rotando cuando se dirige hacia la pista de despegue sin ella.
Al otro lado del océano, su padre está haciendo el último brindis y los empleados del hotel pulen con guantes blancos la plata para el banquete de mañana. Detrás de ella, el chico que tiene el asiento 18 C para el siguiente vuelo a Londres se está comiendo un donuts glaseado, ajeno a la mancha de azúcar que este ha dejado en su camisa azul.
Hadley cierra los ojos solo un instante y cuando los vuelve a abrir el avión ha desaparecido.
¿Quién habría imaginado que cuatro minutos lo cambiarían todo?
Por ejemplo, si no se hubiera olvidado el libro, no habría tenido que volver a entrar corriendo en casa mientras su madre la esperaba fuera con el coche en marcha, mientras del tubo de escape salía una nube de humo que se fundía con el calor del atardecer.
O incluso antes. Si no hubiera esperado hasta el último momento para probarse el vestido, entonces se habría dado cuenta antes de que los tirantes eran demasiado largos y su madre no habría tenido que sacar su viejo costurero y convertido la encimera de la cocina en una mesa de operaciones en un intento desesperado por salvar la vida a aquel triste trozo de tela color lavanda en el último minuto.
O más tarde: si no se hubiera cortado con el papel mientras imprimía su billete, si no hubiera perdido el cargador del móvil, si no hubiera habido atasco en la carretera al aeropuerto. Si no se hubieran pasado el desvío o no se hubiera hecho un lío con las monedas en el peaje y estas no se hubieran caído debajo del asiento mientras los conductores de detrás protestaban haciendo sonar el claxon.
Si la rueda de la maleta no hubiera estado torcida.
Si se hubiera dado un poco más de prisa en llegar a la puerta de embarque.
Aunque tal vez habría dado lo mismo.
Tal vez hacer recuento de todos los retrasos de aquel día era inútil, porque si no alguna de esas, habría sido cualquier otra cosa: el tiempo en el Atlántico, lluvia en Londres, nubes que amenazan tormenta en Nueva York durante una hora antes de proseguir su camino. Hadley no cree demasiado en cosas como el destino o la fatalidad, pero lo cierto es que tampoco ha creído nunca demasiado en la puntualidad de las líneas aéreas.
Y de todas maneras, ¿cuántos aviones despegan a su hora?
Nunca en su vida ha perdido un vuelo. Ni una sola vez.
Pero cuando esta tarde llega por fin a la puerta de embarque se encuentra a los auxiliares de vuelo cerrando el acceso y apagando los ordenadores. El reloj de la pared marca las 18.48 y justo detrás de la ventana puede verse el avión como una gigantesca fortaleza de metal; por la expresión de las caras de los presentes queda claro que nadie más va a embarcar.
Ha llegado cuatro minutos tarde, lo que, bien pensado, no parece mucho; una pausa para la publicidad, el descanso entre dos clases, el tiempo que lleva calentar un plato precocinado en el microondas. Cuatro minutos no es nada. Todos los días en todos los aeropuertos del mundo hay personas que suben al avión en el último momento, jadeando cuando colocan su equipaje en los compartimentos superiores y se dejan caer en sus asientos con un suspiro de alivio mientras el aparato enfila la pista de despegue rumbo al cielo.
Pero no Hadley Sullivan, que suelta distraída su mochila mientras permanece de pie junto al ventanal, mirando al avión alejarse de la rampa con forma de acordeón, los motores de las alas rotando cuando se dirige hacia la pista de despegue sin ella.
Al otro lado del océano, su padre está haciendo el último brindis y los empleados del hotel pulen con guantes blancos la plata para el banquete de mañana. Detrás de ella, el chico que tiene el asiento 18 C para el siguiente vuelo a Londres se está comiendo un donuts glaseado, ajeno a la mancha de azúcar que este ha dejado en su camisa azul.
Hadley cierra los ojos solo un instante y cuando los vuelve a abrir el avión ha desaparecido.
¿Quién habría imaginado que cuatro minutos lo cambiarían todo?
¿Desde cuándo son puntuales los aviones a la hora de despegar?
Hadley ha llegado cuatro minutos tarde, lo que, bien pensado, no parece mucho: una pausa para la publicidad, el descanso entre dos clases, el tiempo que lleva calentar un plato precocinado en el microondas. Cuatro minutos no son nada.
Cierra los ojos solo un instante y, cuando los vuelve a abrir, el avión ha desaparecido.
Los caprichos del destino y las casualidades de la vida son el motor de esta conmovedora novela sobre lazos familiares, segundas oportunidades y primeros amores. Desarrollada a lo largo de 24 horas, la historia de Hadley y Oliver nos convence de que el amor verdadero puede aparecer en nuestras vidas cuando menos lo esperamos.
Hadley ha llegado cuatro minutos tarde, lo que, bien pensado, no parece mucho: una pausa para la publicidad, el descanso entre dos clases, el tiempo que lleva calentar un plato precocinado en el microondas. Cuatro minutos no son nada.
Cierra los ojos solo un instante y, cuando los vuelve a abrir, el avión ha desaparecido.
Los caprichos del destino y las casualidades de la vida son el motor de esta conmovedora novela sobre lazos familiares, segundas oportunidades y primeros amores. Desarrollada a lo largo de 24 horas, la historia de Hadley y Oliver nos convence de que el amor verdadero puede aparecer en nuestras vidas cuando menos lo esperamos.
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