Un monte me sostiene y el sol traza mi sombra.
Bajo el peso ligero de mis ojos
los números se extienden,
signos en la materia polícroma del valle.
Junto al camino;
al amparo del único ciprés,
los huesos de un centauro son la nada,
lo que un cero perdido significa.
Pero el árbol esbelto y verde oscuro,
el ciprés solitario de funeral ternura,
es la unidad, lo simple, lo que empieza.
Y ese abrirse la estrada de dos senderos,
como el eco sonoro y los amantes,
trama el sentido del número segundo.
Y las hojas menudas del trébol atrevido
que, retando a mis pies, surge del suelo
¿no son principio, centro y fin, como reclama
el tres para ser cifra?
Si mis brazos extiendo y miro el horizonte,
siento cruzar los puntos cardinales:
cuatro,
y en ellos flota el viento caprichoso
que el fuego misterioso siembra de humo,
y la tierra y el agua se cortejan
con fluvial armonía.
En lo agreste hay un cinco,
digital y bucólico,
que significa paz.
Desde el valle se aniebla
la sangre de los números
Veo un seis en el paisaje vivo,
en la hermosa parcela de universo
que la tarde y el tiempo seducen con amor.
Lejos,
heredero de lluvias,
el puente celestial del Arco Iris:
siete colores presta al firmamento,
y la leyenda eterna, siete enigmas.
Hay quietud; todo es perfecto y mesurado
como si fuese un ocho la campiña.
Tal vez las nueve musas no están lejos
de la alameda que ríe junto al río,
y el cielo sea un diez incontenible y puro.
Ocultos al orgullo de las urbes,
los números construyen sinfonías
y definen aromas planetarios,
espejos del infinito y de la nada.
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