—Ajustándonos a su hipótesis, nada sería imposible en una ciudad como ésta. Cádiz es un barco situado en medio del mar y los vientos. Hasta las calles y las casas se construyen para enfrentarlos, canalizarlos y combatirlos. Usted habló de vientos, sonidos... Hasta olores, dijo... Todo eso está en el aire. En la atmósfera.
El policía mira de nuevo las piezas comidas a ambos lados del tablero. Al cabo, pensativo, coge el rey blanco y lo coloca entre ellas.
—Tendría gracia que, al final, siete asesinatos de mujeres jóvenes fuesen consecuencia de una situación atmosférica...
—¿Por qué no? Está probado que determinados vientos, en función de su sequedad y temperatura, actúan directamente sobre los humores, activando el temperamento. La locura o el crimen son más frecuentes en lugares sometidos a su fuerza constante, o periódica... Es poco lo que sabemos sobre los abismos más oscuros del ser humano.
El profesor ha abierto al fin la tabaquera, aspira una pulgarada de rapé y estornuda discretamente, con placer.
—Todo esto es muy vago, por supuesto —añade mientras se sacude la pechera del chaleco—. No soy un científico, Pero cualquier ley general de la Naturaleza es aplicable a situaciones mínimas... Lo que vale para un continente o un océano podría valer para una calle de Cádiz.
Ahora es Tizón quien pone un dedo sobre un escaque del tablero: allí donde estaba el rey vencido.
—Imaginemos entonces —propone— que hay lugares concretos, puntos geográficos donde los períodos de los fenómenos físicos guardan relación entre sí, o se combinan de forma distinta a como lo hacen en otros lugares...
[...]
El policía mira de nuevo las piezas comidas a ambos lados del tablero. Al cabo, pensativo, coge el rey blanco y lo coloca entre ellas.
—Tendría gracia que, al final, siete asesinatos de mujeres jóvenes fuesen consecuencia de una situación atmosférica...
—¿Por qué no? Está probado que determinados vientos, en función de su sequedad y temperatura, actúan directamente sobre los humores, activando el temperamento. La locura o el crimen son más frecuentes en lugares sometidos a su fuerza constante, o periódica... Es poco lo que sabemos sobre los abismos más oscuros del ser humano.
El profesor ha abierto al fin la tabaquera, aspira una pulgarada de rapé y estornuda discretamente, con placer.
—Todo esto es muy vago, por supuesto —añade mientras se sacude la pechera del chaleco—. No soy un científico, Pero cualquier ley general de la Naturaleza es aplicable a situaciones mínimas... Lo que vale para un continente o un océano podría valer para una calle de Cádiz.
Ahora es Tizón quien pone un dedo sobre un escaque del tablero: allí donde estaba el rey vencido.
—Imaginemos entonces —propone— que hay lugares concretos, puntos geográficos donde los períodos de los fenómenos físicos guardan relación entre sí, o se combinan de forma distinta a como lo hacen en otros lugares...
[...]
—Bueno —responde Barrull tras considerarlo un poco más—. No seríamos los primeros en pensar eso. Hace casi dos siglos, Descartes entendía el mundo como un plenum: un conjunto estable, hecho o lleno de una materia sutil, en cuyo interior hay pequeños huecos, o remolinos. Como las celdillas de un panal irregular en torno a las que gira la materia.
—Repita eso, don Hipólito. Despacio.
El otro guarda la tabaquera. Se ha vuelto a mirar al policía. Después baja de nuevo la vista al tablero de ajedrez.
—No es mucho más lo que puedo decirle. Se trata de lugares donde las condiciones físicas son distintas al resto. Vórtices, llamó a esos puntos.
—¿Vórtices?
—Eso es. Comparados con la inmensidad del universo, se trataría de lugares minúsculos donde ocurren cosas... O no ocurren. O se producen de manera diferente.
[...]
—Lugares distintos, que influyen en el mundo —concluye—. En las personas, en las cosas, en el movimiento de los planetas...
Lo deja ahí, como si no se atreviese a más. Tizón, que chupaba el cigarro, se lo quita de la boca. —¿En la vida y en la muerte?... ¿En la trayectoria de una bomba?
Ahora el profesor lo mira preocupado, con el aspecto de quien ha ido demasiado lejos. O teme haber ido.
—Oiga, comisario. No se haga demasiadas ilusiones conmigo. Lo que necesita es un hombre de ciencia... Yo sólo soy alguien que lee. Un curioso familiarizado con un par de cosas. Hablo de memoria y con errores, seguramente. No faltará en Cádiz quien...
—Responda a mi pregunta, por favor.
Aquel por favor parece sorprender al otro. Quizá sea la primera vez que oye esa palabra en boca de Rogelio Tizón. Tampoco éste recuerda haberla pronunciado con sinceridad desde hace años. Puede que nunca.
—No es un disparate —dice el profesor—. Descartes sostenía que el universo está formado por un conjunto continuo de vórtices bajo cuya influencia se mueven los objetos que se encuentran en él... Newton rebatió luego esa concepción de las cosas con su idea de las fuerzas que actúan a distancia, a través de un vacío; pero no pudo desmontarla por completo, quizá porque era demasiado buen científico para creer ciegamente en su propia teoría... Al fin, el matemático Euler, tratando de explicar movimientos de planetas según la física de Newton, rehabilitó parcialmente a Descartes en ese terreno, argumentando a favor de los viejos vórtices cartesianos... ¿Me sigue?
—Sí. Con cierta dificultad.
—Usted lee el francés, ¿verdad?
—Me defiendo.
—Hay un libro que puedo prestarle: Lettres a une Princesse d'Allemagne sur divers sujets de Physique et de Philosophie. Son las cartas de Euler a la sobrina de Federico el Grande de Prusia, que era aficionada al asunto. Ahí detalla, de forma bastante asequible para gente como nosotros, la idea de esos vórtices o remolinos de los que le hablo... ¿Le apetece otra partida, comisario?
A Tizón le cuesta un momento establecer de qué partida habla su interlocutor, hasta que se da cuenta de que éste señala el tablero.
—No, gracias. Ya me ha descuartizado bastante por hoy.
—Como quiera.
Mira el policía la línea recta de humo que asciende de su cigarro. Al cabo agita levemente los dedos, y ésta se convierte en suaves espirales. Rectas, curvas y parábolas, piensa. Tirabuzones de aire, de humo y de plomo, con Cádiz como tablero.
SINOPSIS
Cádiz, 1811. España lucha por su independencia mientras América lo hace por la suya. En las calles de la ciudad más liberal de Europa se libran batallas de otra índole. Mujeres jóvenes aparecen desolladas a latigazos. En cada lugar, antes del hallazgo del cadáver, ha caído una bomba francesa. Eso traza sobre la ciudad un mapa superpuesto y siniestro: un complejo tablero de ajedrez donde la mano de un jugador oculto —un asesino despiadado, el azar, las curvas de artillería, la dirección de los vientos, el cálculo de probabilidades— mueve piezas que deciden el destino de los protagonistas: un policía corrupto y brutal, la heredera de una importante casa comercial gaditana, un capitán corsario de pocos escrúpulos, un taxidermista misántropo y espía, un enternecedor guerrillero de las salinas y un excéntrico artillero a quien las guerras importan menos que resolver el problema técnico del corto alcance de sus obuses.
El asedio narra el pulso asombroso de un mundo que pudo ser y no fue. El fin de una época y unos personajes condenados por la Historia, sentenciados a un vida que, como la ciudad que los alberga —una Cádiz equívoca, enigmática, sólo en apariencia luminosa y blanca—, nunca volverá a ser la misma.
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