Lorenzo recordaba el fervor de don Luis y sus amigos, y el ingenio y
el entusiasmo puesto en ensamblar y soldar las partes que mereció el
visto bueno de Dimitroff. Al mismo tiempo, histéricamente, se repetía
que una máquina no iba a poder más que él. «A ver cómo le hago, pero
tengo que ganarle la partida, no me importa el tiempo que gaste pero
vaya encontrarle el modo.» Esta determinación lo ponía en un estado de
nervios incontrolable. Imposible pensar en otra cosa. Era un duelo a
muerte. «Primero me muero a que me venza una cámara.» Se lo decía con
furia, regañándose, incapaz de salir del imperio férreo de la Schmidt,
cabrona, mil veces cabrona.
Subía a la colina a paso redoblado, sin ver nada, salvo la Schmidt.
Día tras día, exacerbado, una aspirina tras otra, una impotencia
derrotando a otra, una cólera sorda que habría estallado en llanto de
tanta exasperación, Lorenzo buscaba que la Schmidt respondiera. ¿Cómo
era posible que él tuviera tantos proyectos, tantas ideas y que no
contara con un buen instrumento? ¿Llamar a Shapley? ¿Irse de México?
Lorenzo la habría pateado. «¡No tengo otra - se repetía- , tampoco tengo
otro país!».
Una noche en que, después de abrir las compuertas de la cúpula,
apuntó el telescopio al cielo, se dio cuenta de que el tubo se vencia.
«Será una construcción artesanal, como la llamó Recillas, pero el vidrio
óptico es una maravilla.» Esa noche no tomó una sola placa, su mente
analítica calculó y volvió a calcular y finalmente, a las cinco de la
mañana, Lorenzo bajó al pueblo a acostarse. Apenas abrió los ojos, lo
avasalló la angustia de cómo manejar el aparato para obtener la
profundidad de observación deseada. «Probablemente así trabajen los
matemáticos en un teorema, desbrozando el camino hasta llegar a la
esencia y al último paso, el definitivo, el de la solución», se dijo
para darse valor.
Sin el menor cuidado por sí mismo, Lorenzo hizo cálculos, levantó
tablas. Tres cajetillas diarias de Delicados le resultaban
insuficientes, y ahora en la miscelánea le decía don Crispin: «Aquí le
tengo sus cuatro paquetes, mi doc, para que trabaje mejor». Cada noche,
su empeño lo llevaba más lejos. En una libreta forrada de linóleo negro
apuntaba a qué inclinación había respondido el telescopio y seguía
haciendo conjeturas. «Si el tubo se vence a veinte grados y lo reacomodo
tomando en cuenta su flexibilidad, voy a obtener este resultado.» Al
cabo de dos semanas casi no necesitó apuntar, todo lo tenía en la
cabeza, las distintas variantes, los pasos a seguir, y sobre todo, las
palabras de Recillas.
Llevaba ya noventa días de catorce horas de trabajo obteniendo cada
noche sin Luna, milímetro a milímetro, nuevos resultados, cuando se dio
cuenta de que podía dominar la Schmidt. «Ahora sí, telescopio-cacharro,
vamos a demostrar que sí sirves», y al revelar sus placas tuvo la
certeza de que había llegado tan lejos como en Oak Ridge y quizá más.
SINOPSIS
Mamá, ¿allá atrás se acaba el mundo?» Esta frase abre camino a una
historia fascinante: la de un hombre de enorme talento destinado a
desentrañar los misterios de la astronomía. Lorenzo de Tena,
inconformista y rebelde, deberá luchar contra las desigualdades
sociales, las trampas burocráticas y las tentaciones polític
No hay comentarios:
Publicar un comentario