El Gargantúa proseguía su imprevista carrera, compartiendo equitativamente su tiempo entre el socorro a los infortunados y el abastecimiento a Europa del combustible negro. Sin embargo, el profesor Havard seguía impertérrito y, con él, algunos de los ecólogos más puros, que se enfurecían al haber estado obligados durante algún tiempo a poner sordina a sus vociferaciones sobre la malignidad del átomo y esto debido a la veneración supersticiosa del público y al temor a sus reacciones emocionales. El petrolero gigante seguía siendo, para ellos, más que nunca el Leviatán, pero habían trasladado su odio y sus predicciones apocalípticas al veneno que el monstruo llevaba en sus entrañas, veneno que cualquier accidente trivial podía hacerle vomitar en un momento dado, extendiéndose entonces una marea mortífera sobre millares de kilómetros cuadrados de océano.
Las estadísticas publicadas en sus revistas periódicas tendían a demostrar que su temor no era tan sólo el fruto perverso de una imaginación imbuida de un sentido catastrófico. Demostraban también que, incluso haciendo abstracción de los accidentes graves, los supertanques vertían anualmente en los mares unos dos millones de toneladas de petróleo como consecuencia de fugas, de falsas maniobras en el manejo de las compuertas o, sencillamente, con la limpieza de sus cisternas. Pero tampoco había que menospreciar el riesgo de un accidente grave. Los naufragios a causa de colisiones, las explosiones, las roturas se habían convertido casi en moneda corriente. A este respecto también hablaban las estadísticas. Desde el accidente del Torrey Canyon, cada año se registraban por decenas, cuando no por centenares, desastres semejantes, y desde luego, el Gargantúa no se encontraba libre de sufrir una de esas catástrofes. Por el contrario, su inusitado tamaño, su enorme arrastre de agua lo convertían en un blanco privilegiado para los golpes traidores de la mar. Los ecólogos afirmaban que, si hasta entonces nada de eso había ocurrido, se debía a una suerte insolente. Pero la suerte no dura una eternidad y sus matemáticos calculaban muy altas las probabilidades de que se produjera una catástrofe dentro de un plazo de algunos meses. El profesor Havard y sus amigos vivían con la febril esperanza de esa eventualidad, recapitulando sin cansarse, el aspecto apocalíptico que presentaría un navío de seiscientas mil toneladas, calculando en millones dentro de una de las hipótesis más optimistas el número de peces, de aves marinas y de pingüinos exterminados, sin contar la desaparición del plancton y las epidemias de hepatitis vírica para los seres humanos.
Las estadísticas publicadas en sus revistas periódicas tendían a demostrar que su temor no era tan sólo el fruto perverso de una imaginación imbuida de un sentido catastrófico. Demostraban también que, incluso haciendo abstracción de los accidentes graves, los supertanques vertían anualmente en los mares unos dos millones de toneladas de petróleo como consecuencia de fugas, de falsas maniobras en el manejo de las compuertas o, sencillamente, con la limpieza de sus cisternas. Pero tampoco había que menospreciar el riesgo de un accidente grave. Los naufragios a causa de colisiones, las explosiones, las roturas se habían convertido casi en moneda corriente. A este respecto también hablaban las estadísticas. Desde el accidente del Torrey Canyon, cada año se registraban por decenas, cuando no por centenares, desastres semejantes, y desde luego, el Gargantúa no se encontraba libre de sufrir una de esas catástrofes. Por el contrario, su inusitado tamaño, su enorme arrastre de agua lo convertían en un blanco privilegiado para los golpes traidores de la mar. Los ecólogos afirmaban que, si hasta entonces nada de eso había ocurrido, se debía a una suerte insolente. Pero la suerte no dura una eternidad y sus matemáticos calculaban muy altas las probabilidades de que se produjera una catástrofe dentro de un plazo de algunos meses. El profesor Havard y sus amigos vivían con la febril esperanza de esa eventualidad, recapitulando sin cansarse, el aspecto apocalíptico que presentaría un navío de seiscientas mil toneladas, calculando en millones dentro de una de las hipótesis más optimistas el número de peces, de aves marinas y de pingüinos exterminados, sin contar la desaparición del plancton y las epidemias de hepatitis vírica para los seres humanos.
SINOPSIS
El gigantesco petrolero a propulsión nuclear Gargantúa surge ante la angustiada mirada de los ecólogos como un monstruo pernicioso que pasea por los mares. Sin embargo, al cabo de poco tiempo, semejante criatura infernal se revela bajo un aspecto doblemente bienhechor. En primer lugar, debido a ciertas virtudes insospechadas de la desintegración atómica. Y luego, a causa de una imprevista propiedad contenida en el viscoso veneno que acumula en sus flancos.
«Pido perdón a los ecólogos humildes y sinceros —nos dice Pierre Boulle—. En este libro solo arremeto contra quienes practican el culto ciego e inmoderado ante la moda y que, sobre todos, son incapaces de concebir una posible relatividad del Bien y del Mal». Tal es el mensaje, el símbolo que nos quiere transmitir Pierre Boulle con esta su nueva obra.
«Pido perdón a los ecólogos humildes y sinceros —nos dice Pierre Boulle—. En este libro solo arremeto contra quienes practican el culto ciego e inmoderado ante la moda y que, sobre todos, son incapaces de concebir una posible relatividad del Bien y del Mal». Tal es el mensaje, el símbolo que nos quiere transmitir Pierre Boulle con esta su nueva obra.
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