Una vez en su despacho encendió el ordenador y, diciéndose a sí mismo que no era un gallina sino un valiente y podía hacer búsquedas básicas, estudió las estadísticas sobre acosadores: un término que, como serial killer, había penetrado la lengua italiana en su forma original. En cualquier caso, el inglés también había dado otras cosas como «privacidad», así que una de cal y otra de arena.
Empezó leyendo la documentación interna y las estadísticas de la questura, y después siguió con las cifras mucho más amplias del Ministerio de Interior. Leyó durante una hora con creciente interés y cada vez más angustia, hasta que no pudo evitar exclamar:
—¡Vaya con el latin lover!
La policía calculaba que casi todas las semanas morían dos mujeres asesinadas, en general a manos de algún ex. Había también incontables casos de muertes accidentales y varios ataques sanguinarios, ¿desde cuándo estaba de moda echarle ácido a una mujer en la cara?
Se acordaba de haber asistido tiempo atrás a un seminario en Rímini en el que un forense trajeado que parecía el típico farmacéutico de pueblo les habló de la gran cantidad de asesinatos que pasaban desapercibidos año tras año: las caídas eran muy comunes, igual que las mujeres que después de beber tomaban una sobredosis de pastillas. A veces se daban un golpe en la cabeza y se ahogaban en la bañera. A propósito de eso les contó un caso en particular: una vez le practicó la autopsia a una señora cuyo marido llegó del trabajo y la encontró flotando en el agua; según le contó a la policía, la había visto por última vez dormida en la cama. Se trataba de un hombre muy rico y también muy descuidado, pues había olvidado que las cámaras de vigilancia de la casa habían grabado a su mujer entrando en el baño y a él ocho minutos más tarde, desnudo y cargando un rollo de plástico de burbujas. El forense le encontró restos de ese plástico debajo de las uñas. «La gente joven y sana no resbala en la bañera. No lo olviden, señoras y señores», dijo antes de continuar con el caso siguiente.
—Y las chicas jóvenes no tropiezan y se caen de cabeza por la escalera de un puente —musitó Brunetti aunque no hubiera nadie para oírle.
Buscó la estadística de los últimos años y vio que las agresiones contra mujeres eran inversamente proporcionales al derrumbe de la economía: a medida que una subía, la otra bajaba. Al enfrentarse a la ruina económica, gran cantidad de hombres habían optado por el suicidio, pero eran muchos más los que volvían su rabia y desesperación —o la que quiera que fuese la emoción que los llevaba a eso— contra las mujeres que tenían más cerca. Las mataban o mutilaban con una frecuencia que a Brunetti le resultó apabullante.
Reflexionando, llegó a la conclusión de que éstas eran mujeres a las que los agresores conocían y amaban o habían amado, y en muchos casos con quienes habían criado a sus hijos. No se trataba de una diva distante e inalcanzable que estaba sobre un escenario, cantando para miles de personas en lugar de sólo para ti.
Empezó leyendo la documentación interna y las estadísticas de la questura, y después siguió con las cifras mucho más amplias del Ministerio de Interior. Leyó durante una hora con creciente interés y cada vez más angustia, hasta que no pudo evitar exclamar:
—¡Vaya con el latin lover!
La policía calculaba que casi todas las semanas morían dos mujeres asesinadas, en general a manos de algún ex. Había también incontables casos de muertes accidentales y varios ataques sanguinarios, ¿desde cuándo estaba de moda echarle ácido a una mujer en la cara?
Se acordaba de haber asistido tiempo atrás a un seminario en Rímini en el que un forense trajeado que parecía el típico farmacéutico de pueblo les habló de la gran cantidad de asesinatos que pasaban desapercibidos año tras año: las caídas eran muy comunes, igual que las mujeres que después de beber tomaban una sobredosis de pastillas. A veces se daban un golpe en la cabeza y se ahogaban en la bañera. A propósito de eso les contó un caso en particular: una vez le practicó la autopsia a una señora cuyo marido llegó del trabajo y la encontró flotando en el agua; según le contó a la policía, la había visto por última vez dormida en la cama. Se trataba de un hombre muy rico y también muy descuidado, pues había olvidado que las cámaras de vigilancia de la casa habían grabado a su mujer entrando en el baño y a él ocho minutos más tarde, desnudo y cargando un rollo de plástico de burbujas. El forense le encontró restos de ese plástico debajo de las uñas. «La gente joven y sana no resbala en la bañera. No lo olviden, señoras y señores», dijo antes de continuar con el caso siguiente.
—Y las chicas jóvenes no tropiezan y se caen de cabeza por la escalera de un puente —musitó Brunetti aunque no hubiera nadie para oírle.
Buscó la estadística de los últimos años y vio que las agresiones contra mujeres eran inversamente proporcionales al derrumbe de la economía: a medida que una subía, la otra bajaba. Al enfrentarse a la ruina económica, gran cantidad de hombres habían optado por el suicidio, pero eran muchos más los que volvían su rabia y desesperación —o la que quiera que fuese la emoción que los llevaba a eso— contra las mujeres que tenían más cerca. Las mataban o mutilaban con una frecuencia que a Brunetti le resultó apabullante.
Reflexionando, llegó a la conclusión de que éstas eran mujeres a las que los agresores conocían y amaban o habían amado, y en muchos casos con quienes habían criado a sus hijos. No se trataba de una diva distante e inalcanzable que estaba sobre un escenario, cantando para miles de personas en lugar de sólo para ti.
SINOPSIS
Un admirador de la soprano Flavia Petrelli ha traspasado la línea que separa a un fan inofensivo de un seguidor obsesionado. Conoce todos los pasos de su ídolo, dónde se encuentra en cada momento e intenta llamar su atención colmándola de rosas amarillas y regalos caros. Y lo que es peor: todo apunta a que está detrás de una serie de ataques sufridos por amigos y personas del entorno de la diva. La cantante de ópera se encuentra en Venecia interpretando con éxito Tosca en el emblemático teatro La Fenice, así que será sólo cuestión de tiempo que el comisario Guido Brunetti, viejo amigo de la infancia que ha ayudado a la artista en ocasiones anteriores, ponga a todo su equipo a su servicio. Eso incluye investigar en el pasado de Petrelli y conocer el lado oscuro del mundo del espectáculo, las presiones y la rivalidad que crece detrás del escenario. Como reconoce la artista, «los fans son fans: nunca son amigos»
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