A las diez menos diez del día siguiente conoce a un chico de veintidós años que dejó de estudiar antes de terminar la Secundaria para trabajar en la construcción y ganar durante algún tiempo mucho más dinero que su padre, luego bastante más, después sólo un poco más, más tarde lo mismo, enseguida menos y al final, nada de nada.
—Yo estoy dispuesto a hacer lo que sea, se lo digo en serio.
Esa misma mañana le hace una entrevista y le gusta. A su jefa también le gusta, y los dos deciden ponerle a prueba en el almacén de mercería más antiguo, más famoso del centro de Madrid, un universo en miniatura de cintas y botones, galones y cremalleras, hilos, adornos y encajes, que presume con razón, desde hace un siglo, de tener un muestrario exhaustivo de cualquier mercancía del ramo. Por esa razón, al enseñarle el depósito, Jesús le advierte que el trabajo en la trastienda es exigente, complicado.
—Toma —enseguida le demuestra por qué—. Aquí tienes una bolsa con veinte gramos de plumas y veinte bolsas vacías. Con esto quiero que me prepares veinte bolsas de un gramo de plumas cada una. ¿De acuerdo? Ven a buscarme cuando termines, te espero ahí fuera.
Aunque ha puesto a disposición del aprendiz una balanza de precisión, Jesús sabe que el encargo es mucho más difícil de lo que parece. La mayoría de los aspirantes, él mismo incluido muchos años atrás, logran entregar dieciocho, a veces diecisiete, unos pocos diecinueve bolsas con el peso exacto. Pero Toni llena veinte, ni una más, ni una menos, y sigue trabajando con la misma concienzuda disciplina, un afán de perfección que, después de las plumas, resiste la prueba de las lentejuelas, tan livianas, y la clasificación por tamaños o colores de toda clase de menudencias.
Entonces Jesús respira, convencido de que el hijo de Braulio ha hecho ya lo más difícil. Y el primer día que le hace falta una persona más en el mostrador va a buscarle, le da una calculadora, una libreta, un talonario, le explica que tiene que apuntar los precios en un albarán y dárselo a cada cliente para que pague en la caja, y se olvida de él.
Por la tarde, justo después de cerrar, la cajera le llama un momento y le confiesa que no entiende por qué no cuadran los números. Jesús tampoco acierta a explicárselo. Los dos saben que el problema tiene que estar en el chico nuevo, porque los demás empleados llevan mucho tiempo despachando sin contratiempos, pero ninguno de los dos lo dice en voz alta. Tampoco habrían podido nunca imaginar su causa, la confesión que Jesús le arranca al día siguiente, con mucho esfuerzo, a un chico consumido por la vergüenza.
—Si le cuento esto a la jefa, te va a echar —le advierte mientras siente que aquel fracaso le correspondería también a él, y a Braulio, y a Pascual, a medio barrio—, porque en estas condiciones no puedes trabajar, ni aquí ni en ningún comercio, lo entiendes, ¿verdad?
—No, por favor —insiste Toni—. Yo le prometo que lo arreglaré, de verdad, no sé cómo, pero... Por favor, deme otra oportunidad, una sola, por favor.
—Lo que te doy es una semana más en la trastienda. Una semana y ni un día más.
Porque aunque Jesús todavía no se lo cree, lo que pasa es que este chico honrado, concienzudo, trabajador, no sabe sumar ni multiplicar con decimales. Ese es el saldo de la bonanza económica española, de los años de las vacas gordas, los pelotazos que arrancaron a tantos estudiantes de sus pupitres para ponerles entre las manos la manivela de una hormigonera. A Toni siempre se le habían dado mal las matemáticas y dejó el instituto de mala manera, demasiado pronto, con demasiadas asignaturas pendientes.
—A mano soy incapaz de calcular el precio de los pedidos y con la calculadora me pongo tan nervioso que me equivoco la mitad de las veces. No lo hago aposta, de verdad, yo intento hacerlo bien, pero... Lo siento.
—No, no lo sientas. Lo que tienes que hacer no es sentirlo, sino ponerte a estudiar.
—Yo estoy dispuesto a hacer lo que sea, se lo digo en serio.
Esa misma mañana le hace una entrevista y le gusta. A su jefa también le gusta, y los dos deciden ponerle a prueba en el almacén de mercería más antiguo, más famoso del centro de Madrid, un universo en miniatura de cintas y botones, galones y cremalleras, hilos, adornos y encajes, que presume con razón, desde hace un siglo, de tener un muestrario exhaustivo de cualquier mercancía del ramo. Por esa razón, al enseñarle el depósito, Jesús le advierte que el trabajo en la trastienda es exigente, complicado.
—Toma —enseguida le demuestra por qué—. Aquí tienes una bolsa con veinte gramos de plumas y veinte bolsas vacías. Con esto quiero que me prepares veinte bolsas de un gramo de plumas cada una. ¿De acuerdo? Ven a buscarme cuando termines, te espero ahí fuera.
Aunque ha puesto a disposición del aprendiz una balanza de precisión, Jesús sabe que el encargo es mucho más difícil de lo que parece. La mayoría de los aspirantes, él mismo incluido muchos años atrás, logran entregar dieciocho, a veces diecisiete, unos pocos diecinueve bolsas con el peso exacto. Pero Toni llena veinte, ni una más, ni una menos, y sigue trabajando con la misma concienzuda disciplina, un afán de perfección que, después de las plumas, resiste la prueba de las lentejuelas, tan livianas, y la clasificación por tamaños o colores de toda clase de menudencias.
Entonces Jesús respira, convencido de que el hijo de Braulio ha hecho ya lo más difícil. Y el primer día que le hace falta una persona más en el mostrador va a buscarle, le da una calculadora, una libreta, un talonario, le explica que tiene que apuntar los precios en un albarán y dárselo a cada cliente para que pague en la caja, y se olvida de él.
Por la tarde, justo después de cerrar, la cajera le llama un momento y le confiesa que no entiende por qué no cuadran los números. Jesús tampoco acierta a explicárselo. Los dos saben que el problema tiene que estar en el chico nuevo, porque los demás empleados llevan mucho tiempo despachando sin contratiempos, pero ninguno de los dos lo dice en voz alta. Tampoco habrían podido nunca imaginar su causa, la confesión que Jesús le arranca al día siguiente, con mucho esfuerzo, a un chico consumido por la vergüenza.
—Si le cuento esto a la jefa, te va a echar —le advierte mientras siente que aquel fracaso le correspondería también a él, y a Braulio, y a Pascual, a medio barrio—, porque en estas condiciones no puedes trabajar, ni aquí ni en ningún comercio, lo entiendes, ¿verdad?
—No, por favor —insiste Toni—. Yo le prometo que lo arreglaré, de verdad, no sé cómo, pero... Por favor, deme otra oportunidad, una sola, por favor.
—Lo que te doy es una semana más en la trastienda. Una semana y ni un día más.
Porque aunque Jesús todavía no se lo cree, lo que pasa es que este chico honrado, concienzudo, trabajador, no sabe sumar ni multiplicar con decimales. Ese es el saldo de la bonanza económica española, de los años de las vacas gordas, los pelotazos que arrancaron a tantos estudiantes de sus pupitres para ponerles entre las manos la manivela de una hormigonera. A Toni siempre se le habían dado mal las matemáticas y dejó el instituto de mala manera, demasiado pronto, con demasiadas asignaturas pendientes.
—A mano soy incapaz de calcular el precio de los pedidos y con la calculadora me pongo tan nervioso que me equivoco la mitad de las veces. No lo hago aposta, de verdad, yo intento hacerlo bien, pero... Lo siento.
—No, no lo sientas. Lo que tienes que hacer no es sentirlo, sino ponerte a estudiar.
SINOPSIS
¿Qué puede llegar a ocurrirles a los vecinos de un barrio cualquiera en estos tiempos difíciles? ¿Cómo resisten, en pleno ojo del huracán, parejas y personas solas, padres e hijos, jóvenes y ancianos, los embates de una crisis que «amenazó con volverlo todo del revés y aún no lo ha conseguido»? Los besos en el pan cuenta, de manera sutil y conmovedora, cómo transcurre la vida de una familia que vuelve de vacaciones decidida a que su rutina no cambie, pero también la de un recién divorciado al que se oye sollozar tras un tabique, la de una abuela que pone el árbol de Navidad antes de tiempo para animar a los suyos, la de una mujer que decide reinventarse y volver al campo para vivir de las tierras que alimentaron a sus antepasados.
En la peluquería, en el bar, en las oficinas o en el centro de salud, muchos vecinos, protagonistas de esta delicada novela coral, vivirán momentos agridulces de una solidaridad inesperada, de indignación y de rabia, pero también de ternura y tesón. Y aprenderán por qué sus abuelos les enseñaron, cuando eran niños, a besar el pan.
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