Cuando Jaime llega al bar, encuentra a Braulio y a su padre sentados a una mesa con un chico muy joven, muy moreno, que le parece guapo incluso con la cara deformada, los ojos hinchados de llorar.
—¡Ya está aquí! —Pascual da una palmada para celebrarlo—. Ven, Jaime, hijo, mira, te presento a Toni. Toni es el hijo de Braulio y está en un aprieto porque... ¿Tú crees que podrías enseñarle a hacer operaciones con decimales?
—¿Operaciones con decimales? —Jaime no entiende nada—. ¿De matemáticas? —pero tres cabezas asienten para responderle al mismo tiempo—. Pues claro... Si es muy fácil, pero... ¿Por qué?
Empiezan esa misma tarde. Jaime, que está acostumbrado a enseñar, porque se sacaba un dinero extra dando clases particulares de matemáticas mientras hacía la carrera, pasa casi dos horas haciendo cuentas con Toni y le deja deberes. Al principio tiene la esperanza de poder resolverlos a distancia, por correo electrónico, pero el gesto de pavor que se dibuja en la cara de su alumno cuando se lo propone, le condena a perder todas las tardes libres de la semana. Le fastidia, pero se aguanta, porque lo contrario es lo mismo que asumir que el chaval va a perder el trabajo por su culpa.
Al día siguiente, Toni le trae todos los deberes hechos, y al corregirlos, Jaime encuentra pocos fallos pero insiste en el mismo sistema, un centenar de operaciones corriendo la coma y otras tantas para casa. El tercer día, todas las sumas y las multiplicaciones están bien resueltas, y empiezan con los problemas.
—A ver, yo te lo digo y tú lo apuntas, siete corchetes a 0,30 la unidad, cuatro metros de cinta a 0,48 el metro, y doce botones a 0,80, sin calculadora, vamos...
Así pasan dos días más, y el quinto, que es viernes, Jaime alterna las cuentas y los problemas difíciles, y aunque le deja usar una calculadora, Toni resuelve todas las operaciones sin ella.
—Muy bien, tío —en cada acierto, el profesor le alaba y el alumno se pone colorado, pero sólo un poco, porque la satisfacción pesa ya mucho más que la vergüenza—. Muy bien, así me gusta.
—No, si al final voy a valer para estudiar y todo.
—Pero no lo dudes. A ver, vamos a hacer otro más... Siete botones blancos a 0,47, seis botones dorados a 1,02, ocho botones marrones a 0,72, catorce botones negros a 0,65, siete botones verdes a 0,71, nueve botones azules a 1,13, ¿cuánto me voy a gastar?
Antes de averiguarlo, Jaime ve entrar en el bar a una chica menuda y esbelta, con una larga melena oscura, los labios gruesos, los ojos grandes, que avanza derecha hacia su mesa. Al llegar, se quita la bufanda, el abrigo, enseña un vestido negro ceñido hasta la cintura y unas piernas muy bonitas.
—Tú debes de ser Jaime, ¿no?
Él asiente con la cabeza, se levanta, recibe dos besos y los devuelve.
—Yo me llamo Lorena, soy la novia de Toni —y enseguida va hacia su novio, le rodea el cuello con los brazos y le besa en la mandíbula, muy cerca de la oreja—. ¿Qué tal? Voy un momento al baño, ahora vuelvo.
Jaime la sigue con la mirada mientras su alumno empieza a multiplicar con decimales.
—¡Qué guapa! —dice, como para sí mismo.
Toni no le escucha.
Pascual sí, pero se concentra en la bandeja que está limpiando hasta que brilla igual que si fuera de plata maciza.
—¡Ya está aquí! —Pascual da una palmada para celebrarlo—. Ven, Jaime, hijo, mira, te presento a Toni. Toni es el hijo de Braulio y está en un aprieto porque... ¿Tú crees que podrías enseñarle a hacer operaciones con decimales?
—¿Operaciones con decimales? —Jaime no entiende nada—. ¿De matemáticas? —pero tres cabezas asienten para responderle al mismo tiempo—. Pues claro... Si es muy fácil, pero... ¿Por qué?
Empiezan esa misma tarde. Jaime, que está acostumbrado a enseñar, porque se sacaba un dinero extra dando clases particulares de matemáticas mientras hacía la carrera, pasa casi dos horas haciendo cuentas con Toni y le deja deberes. Al principio tiene la esperanza de poder resolverlos a distancia, por correo electrónico, pero el gesto de pavor que se dibuja en la cara de su alumno cuando se lo propone, le condena a perder todas las tardes libres de la semana. Le fastidia, pero se aguanta, porque lo contrario es lo mismo que asumir que el chaval va a perder el trabajo por su culpa.
Al día siguiente, Toni le trae todos los deberes hechos, y al corregirlos, Jaime encuentra pocos fallos pero insiste en el mismo sistema, un centenar de operaciones corriendo la coma y otras tantas para casa. El tercer día, todas las sumas y las multiplicaciones están bien resueltas, y empiezan con los problemas.
—A ver, yo te lo digo y tú lo apuntas, siete corchetes a 0,30 la unidad, cuatro metros de cinta a 0,48 el metro, y doce botones a 0,80, sin calculadora, vamos...
Así pasan dos días más, y el quinto, que es viernes, Jaime alterna las cuentas y los problemas difíciles, y aunque le deja usar una calculadora, Toni resuelve todas las operaciones sin ella.
—Muy bien, tío —en cada acierto, el profesor le alaba y el alumno se pone colorado, pero sólo un poco, porque la satisfacción pesa ya mucho más que la vergüenza—. Muy bien, así me gusta.
—No, si al final voy a valer para estudiar y todo.
—Pero no lo dudes. A ver, vamos a hacer otro más... Siete botones blancos a 0,47, seis botones dorados a 1,02, ocho botones marrones a 0,72, catorce botones negros a 0,65, siete botones verdes a 0,71, nueve botones azules a 1,13, ¿cuánto me voy a gastar?
Antes de averiguarlo, Jaime ve entrar en el bar a una chica menuda y esbelta, con una larga melena oscura, los labios gruesos, los ojos grandes, que avanza derecha hacia su mesa. Al llegar, se quita la bufanda, el abrigo, enseña un vestido negro ceñido hasta la cintura y unas piernas muy bonitas.
—Tú debes de ser Jaime, ¿no?
Él asiente con la cabeza, se levanta, recibe dos besos y los devuelve.
—Yo me llamo Lorena, soy la novia de Toni —y enseguida va hacia su novio, le rodea el cuello con los brazos y le besa en la mandíbula, muy cerca de la oreja—. ¿Qué tal? Voy un momento al baño, ahora vuelvo.
Jaime la sigue con la mirada mientras su alumno empieza a multiplicar con decimales.
—¡Qué guapa! —dice, como para sí mismo.
Toni no le escucha.
Pascual sí, pero se concentra en la bandeja que está limpiando hasta que brilla igual que si fuera de plata maciza.
¿Qué puede llegar a ocurrirles a los vecinos de un barrio cualquiera en estos tiempos difíciles? ¿Cómo resisten, en pleno ojo del huracán, parejas y personas solas, padres e hijos, jóvenes y ancianos, los embates de una crisis que «amenazó con volverlo todo del revés y aún no lo ha conseguido»? Los besos en el pan cuenta, de manera sutil y conmovedora, cómo transcurre la vida de una familia que vuelve de vacaciones decidida a que su rutina no cambie, pero también la de un recién divorciado al que se oye sollozar tras un tabique, la de una abuela que pone el árbol de Navidad antes de tiempo para animar a los suyos, la de una mujer que decide reinventarse y volver al campo para vivir de las tierras que alimentaron a sus antepasados.
En la peluquería, en el bar, en las oficinas o en el centro de salud, muchos vecinos, protagonistas de esta delicada novela coral, vivirán momentos agridulces de una solidaridad inesperada, de indignación y de rabia, pero también de ternura y tesón. Y aprenderán por qué sus abuelos les enseñaron, cuando eran niños, a besar el pan.
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