Continuidad de los sueños,
semejante a la del pensamiento despierto,
aunque un poco más lejos del cordón de las palabras
y sus nudos azules.
Las particiones son iulusorias:
un sueño, una idea, un hueco en la noche.
Pensar y soñar no son divisibles.
Nada más que un solo sueño,
una sola vigilia,
un solo texto,
una sola mirada,
una sola muerte.
Y tal vez no haya más tampoco que una sola vida,
un solo día, un solo amor, una sola noche.
Y nadie que vele sobre la continuidad de los sueños
y las otras continuidades,
como si de lo continuo del universo
se hubiera desprendido para siempre
la faz candente de lo discontinuo.
Pero en la continuidad de los puentes
queda como un trazo indeleble
la discontinuidad de las orillas.
Y en la continuidad de los ritos del amor
yace la fisura paralizada de un grito.
O en la tierra continua de la soledad,
la parcela sin roturar de ciertas palabras
que no caben en la continuidad de ningún lenguaje.
Quizá en algún momento de este mundo o de otro
existió otra figura, otra línea, otro signo,
la más neta versión de la unidad:
la continuidad mayor de lo discontinuo.
La discontinuidad mayor.
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