Mucho más que una hecatombe. Durante siete meses, que fueron tantos los
que duró la tregua unilateral de la muerte, se fueron acumulando en una
nunca vista lista de espera más de sesenta mil moribundos, para ser
exactos sesenta y dos mil quinientos ochenta, que descansaron en paz por
obra de un instante único, de un segundo de tiempo cargado de una
potencia mortífera que exclusivamente encontraría comparación en ciertas
reprobables acciones humanas. A propósito, no nos resistiremos a
recordar que la muerte, por si misma, sola, sin ninguna ayuda exterior,
siempre ha matado mucho menos que el hombre. Tal vez algún espíritu
curioso se este preguntando cómo hemos conseguido obtener la precisa
cantidad de sesenta y dos mil quinientas ochenta personas que cerraron
los ojos al mismo tiempo y para siempre. Fue muy fácil. Sabiéndose que
el país donde todo esto pasa tiene alrededor de diez millones de
habitantes y que la tasa de mortalidades es más o menos de diez por mil,
dos simples operaciones de aritmética, de las más elementales, la
multiplicación y la división, a la par de una cuidadosa ponderación de
las proporciones intermedias mensuales y anuales, nos han permitido
obtener, cifra arriba o cifra abajo, una estrecha horquilla numérica en
la que la cantidad indicada se presenta como media razonable, y si
decimos razonable es porque también hubiéramos podido adoptar los
números colaterales de sesenta y dos mil quinientas setenta y nueve o de
sesenta y dos mil quinientas ochenta y una personas si la muerte del
presidente de la corporación de funerarias, por inesperada y a última
hora, no hubiera introducido en nuestros cálculos un factor de
perturbación. De todos modos, confiamos en que la verificación de los
óbitos, iniciada en las primeras horas del día siguiente, confirme la
exactitud de las cuentas hechas. Otro espíritu curioso, de los que
siempre interrumpen al narrador, se preguntará cómo podían saber los
médicos a que direcciones deberían acudir para ejecutar una obligación
sin cuyo cumplimiento un muerto no está legalmente muerto, aunque sea
indiscutible que muerto está. En ciertos casos, excusado sería decirlo,
fueron las propias familias del difunto las que llamaron a su médico
asistente o de cabecera, pero ese recurso forzosamente tendría un
alcance muy reducido, dado que lo que se pretendía era oficializar en
tiempo récord una situación anómala, para que no se confirmara, una vez
más, el dicho que asevera que una desgracia nunca viene sola, lo que,
aplicado a la situación, significaría que tras la muerte súbita,
putridez en casa.
SINOPSIS
En un país cuyo nombre no será mencionado se produce algo nunca visto
desde el principio del mundo: la muerte decide suspender su trabajo
letal, la gente deja de morir. La euforia colectiva se desata, pero muy
pronto dará paso a la desesperación y al caos. Sobran los motivos. Si es
cierto que las personas ya no mueren, eso no significa que el tiempo
haya parado. El destino de los humanos será una vejez eterna. Se
buscarán maneras de forzar a la muerte a matar aunque no lo quiera, se
corromperán las conciencias en los «acuerdos de caballeros» explícitos o
tácitos entre el poder político, las mafias y las familias, los
ancianos serán detestados por haberse convertido en estorbos
irremovibles. Hasta el día en que la muerte decide volver... Arrancando
una vez más de una proposición contraria a la evidencia de los hechos
corrientes, José Saramago desarrolla una narrativa de gran fecundidad
literaria, social y filosófica que sitúa en el centro la perplejidad del
hombre ante la impostergable finitud de la existencia. Parábola de la
corta distancia que separa lo efímero y lo eterno, Las intermitencias de
la muerte bien podría terminar tal como empieza: «Al día siguiente no
murió nadie».
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