Había en Repton unos 30 maestros o más, y la mayoría eran extraordinariamente tediosos y totalmente incoloros y no tenían el menor interés por los alumnos. Pero Corkers, un solterón excéntrico, no era ni tedioso ni desaborido. Corkers era un seductor, un hombrón desmañado de mejillas colgantes como las de un sabueso y vestimenta sucia, desaliñada. Llevaba pantalones de franela sin planchar y chaqueta parda de mezclilla llena de remiendos y con migas en las solapas. Estaba allí para enseñarnos matemáticas, pero en realidad no nos enseñaba nada y tal era deliberadamente su método. Sus lecciones consistían en una serie interminable de pasatiempos inventados por él, de tal modo que no hubiera nunca ocasión de mencionar las matemáticas. Entraba con su andar pesado en el aula, se sentaba detrás de su escritorio y miraba desafiante a la clase. Nosotros aguardábamos con expectación, preguntándonos intrigados por dónde iría a salir.
—Vamos a echar un vistazo al crucigrama del Times de hoy —decía, sacándose del bolsillo de la chaqueta un periódico todo arrugado—. Será mucho más divertido que andar enredando con los números. Detesto los números. Los números son probablemente lo más funesto que hay en el mundo.
—¿Entonces por qué enseña usted matemáticas, señor? —le preguntaba alguno de nosotros.
—Es que no las enseño —respondía él, sonriendo taimadamente—. «Simulo» enseñarlas, nada más.
Corkers copiaba la cuadrícula del crucigrama en el encerado y pasábamos el resto de la clase intentando resolverlo mientras él leía en voz alta las definiciones. Aquello nos resultaba muy ameno.
La única vez que tocó más o menos las matemáticas, recuerdo, fue el día en que se sacó del bolsillo una hoja cuadrada de papel de seda y la blandió en el aire.
—Miradlo bien —dijo—. Este papel de seda tiene una centésima de pulgada de grueso. Lo pliego una vez, haciéndolo doble. Lo pliego de nuevo, con lo que cuatriplico su grosor. Vamos a ver, daré una chocolatina grande de fruta, leche y avellanas marca Cadbury a quien sepa decirme, con una aproximación no inferior a 12 pulgadas, el grosor que tendrá si continúo plegándolo hasta 50 veces.
Todos levantamos la mano y nos pusimos a dar respuestas aventuradas con la esperanza de adivinar:
—Veinticuatro pulgadas, señor.
—Tres pies, señor.
—Cinco yardas, señor.
—Tres pulgadas, señor.
—No sois muy perspicaces, me parece a mí —dijo Corkers—. La respuesta es la distancia de la Tierra al Sol. Ése es el grosor que tendría.
Quedamos cautivados por aquel alarde de inteligencia y le pedimos que lo demostrara en el encerado, a lo que accedió él complacido.
—Vamos a echar un vistazo al crucigrama del Times de hoy —decía, sacándose del bolsillo de la chaqueta un periódico todo arrugado—. Será mucho más divertido que andar enredando con los números. Detesto los números. Los números son probablemente lo más funesto que hay en el mundo.
—¿Entonces por qué enseña usted matemáticas, señor? —le preguntaba alguno de nosotros.
—Es que no las enseño —respondía él, sonriendo taimadamente—. «Simulo» enseñarlas, nada más.
Corkers copiaba la cuadrícula del crucigrama en el encerado y pasábamos el resto de la clase intentando resolverlo mientras él leía en voz alta las definiciones. Aquello nos resultaba muy ameno.
La única vez que tocó más o menos las matemáticas, recuerdo, fue el día en que se sacó del bolsillo una hoja cuadrada de papel de seda y la blandió en el aire.
—Miradlo bien —dijo—. Este papel de seda tiene una centésima de pulgada de grueso. Lo pliego una vez, haciéndolo doble. Lo pliego de nuevo, con lo que cuatriplico su grosor. Vamos a ver, daré una chocolatina grande de fruta, leche y avellanas marca Cadbury a quien sepa decirme, con una aproximación no inferior a 12 pulgadas, el grosor que tendrá si continúo plegándolo hasta 50 veces.
Todos levantamos la mano y nos pusimos a dar respuestas aventuradas con la esperanza de adivinar:
—Veinticuatro pulgadas, señor.
—Tres pies, señor.
—Cinco yardas, señor.
—Tres pulgadas, señor.
—No sois muy perspicaces, me parece a mí —dijo Corkers—. La respuesta es la distancia de la Tierra al Sol. Ése es el grosor que tendría.
Quedamos cautivados por aquel alarde de inteligencia y le pedimos que lo demostrara en el encerado, a lo que accedió él complacido.
SINOPSIS
Esto no es una autobiografía, es el relato de unas cuantas cosas que le sucedieron a Roald Dahl durante su estancia en la escuela y después de salir de ella. Algunas son divertidas. Otras tristes. Las hay desagradables. Todas son verdad. Y algunas de ellas le inspiraron para contar fantásticas, divertidas y terribles aventuras.
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