Rawlinson era muy alto. Vestía traje de
tres piezas gris marengo, cuello almidonado fijado con gemelos a la
camisa y corbata de su centro de enseñanza, la cual, de haberlo sabido
ella, le habría indicado Wellington y el ejército. Rondaba los cincuenta
y tenía el cabello intacto, moreno en la parte superior, canoso en las
sienes y surcado de brillantina. Sólo tenía una pierna y la prótesis que
llevaba era rígida, de modo que al caminar trazaba un semicírculo con
esa extremidad y tenía que apoyarse en un bastón con puño de cabeza de
pato. Andrea se sentía afortunada porque, aunque su conversación fuera
la cantinela penetrante de siempre, él la emprendía con el encanto de un
tío que en verdad no debiera encapricharse de su sobrina pero no
pudiera evitarlo.
—Dígame una cosa —le dijo—. Las matemáticas. ¿Alguna vez le ha preguntado alguien por qué matemáticas? Es interesante.
Andrea, algo borracha, se encogió de
hombros. Poco preparada para la pregunta, su cerebro vacilaba. Habló con
la cabeza en otra parte.
—Puedes hacer que las cosas cuadren, supongo —dijo, y se sintió estúpida y avergonzada al instante.
—No siempre, diría yo —observó Rawlinson, sorprendiéndola al tomárselo en serio, al tomársela en serio incluso a ella.
—No, no siempre, pero cuando se consigue
es... bueno... tiene belleza, una inconcebible simplicidad. Como dijo
Godfrey Hardy: «La belleza es la prueba. No hay lugar en este mundo para
las matemáticas feas».
—¿Belleza? —preguntó Rawlinson,
perplejo—. No es algo que recuerde de las clases de matemáticas.
Diabólicas, más bien. Muéstreme belleza... Belleza que yo pueda
entender.
—El número seis —dijo ella— tiene tres
divisores: el uno, el dos y el tres, que sumados dan... seis. ¿No es
perfecto? Y, visto de ese modo, ¿no resulta bello también el teorema de
Pitágoras? Tan sencillo. El cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma
de los cuadrados de los catetos. Cierto para todos los triángulos
rectángulos jamás creados. Lo que parece terriblemente complicado puede
resolverse mediante ecuaciones... fórmulas encaminadas a completar el...
bueno, al menos parte del rompecabezas.
El se dio unos golpecitos en la mejilla con un dedo largo.
—¿El rompecabezas?
—Cómo funcionan las cosas —explicó ella, presa de una creciente histeria a medida que se acumulaba la banalidad.
—Y las personas —dijo él; pregunta o afirmación, no estaba segura.
—¿Las personas?
—¿Cómo cuadran las personas en la ecuación?
—En las matemáticas existen infinitas
posibilidades. Todo número es un número complejo. Puede ser real o
imaginario, y los reales pueden ser racionales o irracionales.
Racionales como los enteros y fracciones, irracionales como el álgebra o
los números trascendentales.
—¿ Trascendentales ?
—Reales, pero no algebraicos.
—Ya veo.
—Como pi.
—¿Qué me está diciendo, señorita Aspinall?
—Le hablo del modo más sencillo posible,
al nivel más básico de las matemáticas, y ya hay cosas que no entiende
del todo. Es un lenguaje secreto. Hay muy pocas personas que lo conozcan
y puedan hablarlo.
—Eso sigue sin explicar el modo en que las personas encajan en su mundo.
—Me limitaba a demostrarle que los
números pueden ser complicados del mismo modo que las personas. Y otra
cosa... Yo también soy una persona, con todas las necesidades humanas
normales. No siempre hablo en algoritmos.
—Los números son más estables que las personas, diría yo. Más predecibles.
—No me he cruzado con ningún número
emocionado... todavía —admitió ella, sintiendo las manos enormes a los
costados, batiendo como alas de albatros—, y es por eso, supongo, que es
posible hacer que cuadren las cosas... de vez en cuando.
—¿Son importantes las soluciones para usted?
Andrea lo contempló durante un momento,
desconcertada por el peso de entrevista que acompañaba a la pregunta.
Sus ojos no se apartaron ni un milímetro de los de ella. Perdió el
partido.
—Me gusta resolver problemas. Esa es la recompensa. Pero no siempre es
posible y trabajar en pos de algo puede resultar igual de satisfactorio
—dijo, sin creérselo, pero pensando que tal vez a él le complaciera.
SINOPSIS
Lisboa, 1944. Mientras las calles de la capital bullen de espías e
informadores, el final de partida de la guerra del espionaje se libra en
silencio. Los alemanes disponen de tecnología y conocimientos atómicos.
Los aliados están decididos a que los rumores de una rama secreta no
lleguen a materializarse.Andrea Aspinall, matemática y espía, entra en
el mundo sofisticado a través de una acaudalada familia de Estoril. Karl
Voss, agragado militar de la Legación Alemana, ha llegado, reconcomido
por su implicación en el asesinato de un Reichsminister, con la misión
de salvar Alemania de la aniquilación. En la placidez letal de un
paraíso corrompido, Andrea y Voss tratan de encontrar el amor en un
mundo donde no se puede creer en nadie. Tras una noche de terrible
violencia, Andrea queda atrapada por un secreto que le provocará
adicción al mundo clandestino, y allí, en el reino helado de Berlín
Este, al descubrir que los secretos más profundos no obran en manos de
los gobiernos sino de los más allegados, se ve obligada a tomar la
decisión más dura y definitiva.
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