EL INFINITO
Laura tenía el pelo largo y la falda corta. Y quería irse lejos, muy lejos, con su pelo largo y su falda corta. Pero cuanto más deprisa huía del lunes, por ejemplo, antes volvía a encontrarse con él.
Y si recitaba el abecedario, al alcanzar la Zeta tenía que empezar por la A.
Laura quería algo que no tuviera fin para no estar regresando siempre, siempre, al punto de partida.
Entonces oyó en clase de matemáticas que los números no tenían fin. Que ni en mil años que uno viviera, ni por deprisa que contara, sería capaz de recorrer todos los números existentes. Los números carecían de límites.
Laura empezó a contar y fue alejándose del 1 con su pelo largo y su falda corta.
No se creía lo que había oído y esperaba encontrarse de nuevo con el 1 a la vuelta de cualquier número grande, lo mismo que después del domingo te vuelves a encontrar con el lunes, y después de diciembre con enero.
Pero lo cierto es que llegó al 100, donde descansó un rato y siguió contando. Al principio descansaba cada cien números, luego cada mil; más tarde cada millón.
Cuando empezó a aburrirse, estuvo a punto de contar hacia atrás para volver al 1. Pero los números, a los que les encantaba ser contados, la animaron a seguir, diciéndole que si lograba llegar al Infinito encontraría un tesoro.
Un día miró hacia atrás y se dio cuenta de que ya no se veía el 1. Miró hacia adelante y tampoco veía el Infinito. Calculó que debía encontrarse hacia la mitad y continuó contando con más ímpetu.
Entre tanto, mientras contaba y contaba y contaba, se había ido haciendo mayor con su pelo largo y su falda corta. Casi sin darse cuenta, porque su atención estaba en los números, había terminado los estudios y se había casado y había tenido una hija a la que llamó Laura, que tenía el pelo largo y la falda corta.
Pero como no prestaba atención a nada que no fuera contar, lo perdió todo -trabajo, familia, amigos- a cambio de aquel tesoro que, según los números, se encontraba en el Infinito.
Sólo su hija iba a visitarla a veces, por lástima, y le ayudaba a contar.
-Sigue tú, hija, que voy a dar una cabezada.
Y la hija del pelo largo y la falda corta continuaba contando donde la madre se había quedado. Al final, también ella se convenció de que en el Infinito había un tesoro que compensaría aquella vida de sacrificios.
-¿Pero cuánto queda para llegar al Infinito, madre?
-No podemos estar lejos, hija.
Laura murió con su pelo largo y su falda corta y su hija heredó esta manía de contar.
Contaba cuando se dirigía a trabajar.
Y en la oficina, mientras ordenaba los papeles.
Y mientras preparaba la comida.
Y mientras veía la televisión.
Y al meterse en la cama contaba uno o dos millones de ovejas para conciliar el sueño.
Un día conoció a un matemático que se enamoró de ella y se casaron.
Ella le reveló su secreto con el lado izquierdo de la boca mientras continuaba contando con el derecho y él se echó a reír.
-No hay forma de llegar al Infinito -le dijo-. No lo conseguirías ni en un millón de años que vivieras.
Entonces Laura dejó de contar y sintió una paz interna enorme. Vio con alegría que era lunes. Y le gustó que la semana acabara cada 7 días. Y que el año terminara cada 12 meses. Y que el abecedario llegara sólo hasta la Z en lugar de extenderse indefinidamente como los números.
Y tuvo un número limitado de hijos con el matemático. Y un número limitado de aniversarios con el matemático. Y un número limitado de días felices con el matemático. Pero lo bueno de que se acabaran las cosas, es que volvían a empezar. Ella misma volvió a empezar en su hija mayor, que se llamaba Laura, y tenía el pelo largo y la falda corta.
SINOPSIS
El mundo de los números es tan complicado, incomprensible y lleno de prejuicios como el de los humanos. ¿Qué pasa cuando un cuatro se parte por la mitad? Pues que, en lugar de un cuatro muerto, tenemos dos doses vivos. ¿Y si le restamos uno? Nos queda un tres acomplejado. El diez cree que es un privilegio ser el doble del cinco, pero no soporta ser la mitad de veinte, mientras que el dos con aspiraciones se pasa el día haciendo pesas en el gimnasio para convertirse en un tres.
Los números, en fin, viven en una oscuridad terrible respecto de sí mismos, y huyen de los matemáticos como de la peste, por miedo a ser sumados, restados, multiplicados, divididos. Estos originalísimos cuentos trascienden todas las divisiones convencionales de géneros y edades: Números pares, impares e idiotas es para todos los públicos, en especial para el público inteligente. La azarosa vida de los números, plasmada con sutil ironía por Millás y Forges, se convierte así en un espejo de las perplejidades de los hombres, que quizá sepan matemáticas, pero que no saben leer en sus corazones.
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