Cuarenta naipes quieren desplazar la
vida. En las manos cruje el mazo nuevo o se traba el viejo: morondangas
de cartón que se animarán, un as de espadas que será omnipotente como
don Juan Manuel, caballitos panzones de donde copió los suyos Velázquez.
El tallador baraja esas pinturitas. La cosa es fácil de decir y aun de
hacer, pero lo mágico y desaforado del juego —del hecho de jugar—
despunta en la acción. 40 es el número de los naipes y 1 por 2 por 3 por
4... por 40, el de maneras en que pueden salir. Es una cifra
delicadamente puntual en su enormidad, con inmediato predecesor y único
sucesor, pero no escrita nunca. Es una remota cifra de vértigo que
parece disolver en su muchedumbre a los que barajan. Así, desde el
principio, el central misterio del juego se ve adornado con un otro
misterio, el de que haya números. Sobre la mesa, desmantelada para que
resbalen las cartas, esperan los garbanzos en su montón, aritmetizados
también.
La trucada se arma; los jugadores, acriollados de golpe, se
aligeran del yo habitual. Un yo distinto, un yo casi antepasado y
vernáculo, enreda los proyectos del juego. El idioma es otro de golpe.
Prohibiciones tiránicas, posibilidades e imposibilidades astutas,
gravitan sobre todo decir. Mencionar flor sin tener tres cartas de un
palo, es hecho delictuoso y punible, pero si uno ya dijo envido, no
importa. Mencionar uno de los lances del truco es empeñarse en él:
obligación que sigue desdoblando en eufemismos a cada término. Quiebro
vale por quiero, envite por envido, una olorosa o una jardinera por
flor. Muy bien suele retumbar en boca de los que pierden este sentención
de caudillo de atrio: A ley de juego, todo está dicho: falta envido y
truco, y si hay flor, ¡contraflor al resto! El diálogo se entusiasma
hasta el verso, más de una vez. El truco sabe recetas de aguante para
los perdedores; versos para la exultación. El truco es memorioso como
una fecha. Milongas de fogón y de pulpería, jaranas de velorio, bravatas
del roquismo y tejedorismo, zafadurías de las casas de Junín y de su
madrastra del Temple, son del comercio humano por él. El truco es buen
cantor, máxime cuando gana o finge ganar: canta en la punta de las
calles de nochecita, desde los almacenes con luz.
La habitualidad del truco es
mentir. La manera de su engaño no es la del póker: mera desanimación o
desabrimiento de no fluctuar, y de poner a riesgo un alto de fichas cada
tantas jugadas; es acción de voz mentirosa, de rostro que se juzga
semblanteado y que se defiende, de tramposa y desatinada palabrería. Una
potenciación del engaño ocurre en el truco: ese jugador rezongón que ha
tirado sus cartas sobre la mesa, puede ser ocultador de un buen juego
(astucia elemental) o tal vez nos está mintiendo con la verdad para que
descreamos de ella (astucia al cuadrado). Cómodo en el tiempo y
conversador está el juego criollo, pero su cachaza es de picardía. Es
una superposición de caretas, y su espíritu es el de los baratijeros
Mosche y Daniel que en mitad de la gran llanura de Rusia se saludaron.
— ¿Adonde vas, Daniel? –dijo el uno.
—A Sebastopol –dijo el otro.
Entonces, Mosche lo miró fijo y dictaminó:
—Mientes, Daniel. Me respondes
que vas a Sebastopol para que yo piense que vas a Nijni-Novgórod, pero
lo cierto es que vas realmente a Sebastopol. ¡Mientes, Daniel!
Considero los jugadores de
truco. Están como escondidos en el ruido criollo del diálogo; quieren
espantar a gritos la vida. Cuarenta naipes —amuletos de cartón pintado,
mitología, barata, exorcismos— le bastan para conjurar el vivir común.
Juegan de espaldas a las transitadas horas del mundo. La pública y
urgente realidad en que estamos todos, linda con su reunión y no pasa;
el recinto de su mesa es otro país. Lo pueblan el envido y el quiero, la
olorosa cruzada y la inesperabilidad de su don, el ávido folletín de
cada partida, el 7 de oros tintineando esperanza y otras apasionadas
bagatelas del repertorio. Los truqueros viven ese alucinado mundito. Lo
fomentan con dicharachos criollos que no se apuran, lo cuidan como a un
fuego. Es un mundo angosto, lo sé: fantasma de política de parroquia y
de picardías, mundo inventado al fin por hechiceros de corralón y brujos
de barrio, pero no por eso menos reemplazador de este mundo real y
menos inventivo y diabólico en su ambición.
Pensar un argumento local como
este del truco y no salirse de él o no ahondarlo —las dos figuras pueden
simbolizar aquí un acto igual, tanta es su precisión— me parece una
gravísima fruslería. Yo deseo no olvidar aquí un pensamiento sobre la
pobreza del truco. Las diversas estadas de su polémica, sus vuelcos, sus
corazonadas, sus cabalas, no pueden no volver. Tienen con las
experiencias que repetirse. ¿Qué es el truco para un ejercitado en él,
sino una costumbre? Mírese también a lo rememorativo del juego, a su
afición por fórmulas tradicionales. Todo jugador, en verdad, no hace ya
más que reincidir en bazas remotas. Su juego es una repetición de juegos
pasados, vale decir, de ratos de vivires pasados. Generaciones ya
invisibles de criollos están como enterradas vivas en él: son él,
podemos afirmar sin metáfora. Se trasluce que el tiempo es una ficción,
por ese pensar. Así, de los laberintos de cartón pintado del truco, nos
hemos acercado a la metafísica: única justificación y finalidad de todos
los temas.
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