Pronto ocurrió lo inevitable: Aníbal Cufré y los suyos se dedicaron a
organizar en los bancos de atrás los entretenimientos más escatológicos y
el pobre Durel, que escuchaba con espanto los ruidos que venían del
fondo, acabó explicando para los fieles de la primera fila, unas pocas
chicas aplicadas y silenciosas. Yo quedaba en esto a mitad de camino: no
me decidía a tomar apuntes por temor a las burlas de Cufré y por otro
lado, un resto de piedad por Durel (no sospechaba que luego seguiría sus
pasos) me impedía agregarme a la batahola general.
Durel enseñaba de un modo bastante particular. Empezaba siempre en un
tono mecánico, casi a disgusto, como si desaprobara profundamente que en
el programa figurase aquello de lo que estaba hablando, hasta que de
pronto algo, una fórmula, el nombre de un teorema, o una demostración
que exigiera algún detalle fuera de lo trivial, parecía animarlo y en un
rapto de entusiasmo cubría con grandes trazos el pizarrón y se
remontaba en sus cadenas de argumentos cada vez más lejos, mucho más
allá de lo que nosotros podíamos seguirlo. Esto no lo preocupaba; eran
fugas para sí mismo, un refugio en la belleza de las matemáticas, como
si quisiera dejar sentada la supremacía de aquel orden hecho de símbolos
e inferencias sobre el caos del aula.
Fue en uno de estos raptos cuando habló de los métodos de demostración
en matemática. Estaba enseñándonos el Teorema de Ruffini y comenzó en
algún momento un razonamiento que seguiría, nos dijo, el método de
reducción al absurdo. ¿Absurdo?, preguntó una de sus fieles, a quien
seguramente el ruido no había dejado escuchar las últimas palabras.
Durel recibió aquella pregunta inocente como una ráfaga de felicidad, un
pie inesperado para transportarse a sus sitios favoritos.
- Reducción al absurdo, sí -repitió, clavando con la mirada a aquella
pobre chica-: uno de los métodos de demostración más antiguo, un método
que ya conocían los griegos y que se aplica sistemáticamente, con total
despreocupación, desde hace siglos, a tal punto que si se proscribieran
de pronto todos los teoremas demostrados
por el absurdo, se derrumbaría íntegro el orgulloso edificio de la
matemática. Y sin embargo la demostración por el absurdo reposa en la
ley más precaria de la lógica:
el principio del tercero excluido, la creencia de que entre el ser y el
no ser no puede haber una tercera posibilidad. Fíjense -y escribió con
rápidas letras una II, luego una flecha y luego una T-. Fíjense qué
engañosa sencillez: se supone falsa la tesis y si bajo esta suposición
se consigue probar que resulta falsa también la hipótesis, ya está,
puede afirmarse la verdad de T. ¿Y por qué?
Por supuesto nadie le contestó. Durel exclamó con incredulidad:
- Porque suponer su falsedad ha conducido a un absurdo -y golpeó la H en
el pizarrón-: ¡que la hipótesis sea a la vez verdadera y falsa!
Tampoco ahora logró el efecto de iluminación que buscaba, pero noté que Roderer había dejado de leer y lo estaba escuchando.
- De este modo -prosiguió Durel- pueden engendrarse por una vía puramente
lógica entes complejísimos, absolutamente ficticios y que tienen sin
embargo una existencia virtual, verdaderos monstruos de abstracción,
sostenidos sólo por la confianza de los hombres en su forma de pensar.
Se detuvo, desalentado, como si hubiera recordado de pronto dónde
estaba. Vio sin duda las caras ausentes, las lapiceras dejadas de lado.
Sólo Roderer lo había escuchado hasta el final. Miró su reloj con un
gesto culpable.
- Volviendo al Teorema de Ruffini... -dijo, y le faltó valor para seguir-: no lo voy a tomar en el examen.
Mientras todos se levantaban vi que Roderer anotaba algo en el margen de
su libro. Miré al pasar sobre su hombro. Suponer que El existe -había
escrito- y no llegar a un absurdo.
SINOPSIS
La novela narra el enfrentamiento entre dos jóvenes de inteligencia privilegiada. Uno utiliza esta inteligencia de modo práctico para adaptarse al mundo, el otro para la búsqueda de un conocimiento absoluto que le permita comprender el mundo. Esta búsqueda se verá amenazada por la locura y el suicidio.
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