A Lisbeth siempre la habían entretenido los
rompecabezas y los enigmas. A la edad de nueve años, su madre le regaló
un cubo de Rubik. Puso a prueba su capacidad lógica durante casi
cuarenta frustrantes minutos antes de darse cuenta, por fin, de cómo
funcionaba. Luego no le costó nada colocarlo correctamente. Jamás había
fallado en los test de inteligencia de los periódicos: cinco figuras con
formas raras y a continuación la pregunta sobre la forma que tendría la
sexta. La solución siempre le resultaba obvia.
En
primaria había aprendido a sumar y restar. La multiplicación, la
división y la geometría se le antojaban una prolongación natural de esas
operaciones. Podía hacer la cuenta en un restaurante, emitir una
factura y calcular la trayectoria de una granada de artillería lanzada a
cierta velocidad y con un determinado ángulo. Eran obviedades. Antes de
leer aquel artículo en Popular Science, nunca,
ni por un momento, le habían fascinado las matemáticas, ni siquiera
había reflexionado sobre el hecho de que las tablas de multiplicar
fueran matemáticas. Para ella era una cosa que memorizó en el colegio en
tan sólo una tarde, por lo que no entendió el motivo de que el profesor
se pasara un año entero dándoles la lata con lo mismo.
De
repente intuyó la inexorable lógica que sin duda debía de ocultarse
tras aquellas fórmulas y razonamientos, lo cual la condujo a la sección
de matemáticas de la librería universitaria. Pero hasta que no se
sumergió en Dimensions in Mathematics no se abrió ante ella un mundo completamente nuevo.
En realidad, las matemáticas eran un lógico rompecabezas que presentaba
infinitas variaciones, enigmas que se podían resolver. El truco no se
hallaba en solucionar problemas de cálculo. Cinco por cinco siempre eran
veinticinco. El truco consistía en entender la composición de las
distintas reglas que permitían resolver cualquier problema matemático.
Dimensions in Mathematics no era estrictamente un manual para
aprender matemáticas, sino un tocho de mil doscientas páginas sobre la
historia de las matemáticas, que iba desde los antiguos griegos hasta
los actuales intentos por dominar la astronomía esférica. Se le
consideraba la Biblia del tema, y era comparable a lo que en su día representó (y en la actualidad lo seguía haciendo) la Arithmetica de Diofantos para los matemáticos serios. Cuando abrió por primera vez Dimensions en la terraza del hotel de Grand Anse Beach se
vio transportada de inmediato al mágico mundo de los números gracias a
un libro escrito por un autor que poseía no sólo dotes pedagógicas sino
también la capacidad de entretener al lector con anécdotas y problemas
sorprendentes. Así había podido seguir la evolución de las matemáticas
desde Arquímedes hasta el actual Jet Propulsion Laboratory de California. Y entendió los métodos que usaban para resolver los problemas.
El teorema de Pitágoras (x2+y2=z2), formulado aproximadamente en el año 500 antes
de Cristo, fue una experiencia reveladora. De repente comprendió el
significado de lo que había memorizado en séptimo curso, en una de las
pocas clases a las que había asistido. «En un triángulo rectángulo, el
cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los
catetos.» Le fascinaba el descubrimiento de Euclides (año 300 antes
de Cristo) según el cual un número perfecto siempre es «un múltiplo de
dos números, donde uno de los números es una potencia de 2 y el otro está compuesto por la diferencia que hay entre la siguiente potencia de 2 y 1.» Se trataba de un refinamiento del teorema de Pitágoras y ella se dio cuenta de sus infinitas combinaciones.
6 = 21 x (22 – 1)
28 = 22 x (23 – 1)
496 = 24 x (25 – 1)
8128 = 26 x (27 – 1)
Y
así podía seguir hasta el infinito sin encontrar ningún número que
incumpliera la regla. Esa lógica encajaba en la atracción que Lisbeth
Salander tenía por la idea de lo absoluto. Arquímedes, Newton, Martin Gardner y otros matemáticos clásicos fueron cayendo uno tras otro, página a página.
Luego llegó al capítulo sobre Pierre de Fermat, cuyo enigma matemático, el teorema de Fermat, llevaba siete semanas asombrándola, tiempo que, de todos modos, era más que modesto considerando que Fermat estuvo sacando de quicio a matemáticos durante casi cuatrocientos años, hasta que un inglés llamado Andrew Wiles, en una fecha tan reciente como la de 1993, consiguió resolver el rompecabezas.
El teorema de Fermat era un problema engañosamente sencillo.
Pierre de Fermat nació en 1601 en
Beaumont-de-Lomagne, en el suroeste de Francia. Por irónico que pueda
parecer, ni siquiera era matemático, sino un funcionario que, en su
tiempo libre, se dedicaba a las matemáticas como una especie de extraño hobby. Aun
así se le consideraba uno de los más dotados matemáticos autodidactas
de todos los tiempos. Al igual que a Lisbeth Salander, le gustaba
resolver rompecabezas y enigmas. Le divertía especialmente tomar el pelo
a otros matemáticos planteándoles problemas sin darles después la
solución. El filósofo Descartes se refería a él con una serie de
despectivos epítetos, mientras que su colega inglés John Wallis lo llamaba «ese maldito francés».
En la década de 1630 apareció una traducción francesa del libro Arithmetica de
Diofantos, que contenía una relación completa de las teorías numéricas
formuladas por Pitágoras, Euclides y otros matemáticos de la Antigüedad.
Al estudiar el teorema de Pitágoras, Fermat, en un arrebato de genialidad, planteó su inmortal problema. Formuló una variante del teorema de Pitágoras. Fermat transformó el cuadrado (x2 + y2 = z2) en un cubo (x3 + y3 = z3).
El problema residía en que la nueva ecuación no parecía poder resolverse con números enteros. Lo que Fermat había
hecho, por consiguiente, era convertir, mediante un pequeño cambio
teórico, una fórmula que ofrecía una infinita cantidad de soluciones
perfectas en otra que conducía a un callejón sin salida del que no se
podía salir. Su teorema era precisamente ése: Fermat afirmaba
que en todo el infinito universo de los números no había un número
entero donde un cubo pudiera definirse como la suma de dos cubos, y que
eso se extendía a todos los números cuya potencia fuera mayor de dos. Es
decir, justamente el teorema de Pitágoras.
Los otros matemáticos no tardaron en admitir que, en efecto, así era. A través del trial and error pudieron constatar que resultaba imposible encontrar un número que refutara la afirmación de Fermat. Sin
embargo, el problema era que, aunque continuaran contando hasta el fin
del mundo, no podrían probar con todos los números existentes —pues son infinitos— y
por lo tanto, los matemáticos no podrían estar seguros al cien por cien
de que el siguiente número no echara por tierra el teorema de Fermat. Porque,
en matemáticas, las afirmaciones han de ser comprobadas matemáticamente
y expresadas con una fórmula universal y científicamente correcta. El
matemático tiene que ser capaz de subirse a un podio y pronunciar las
palabras «es así porque...».
Fermat, fiel a su costumbre, se burló de sus colegas. El genio emborronó uno de los márgenes de su ejemplar de Arithmetica con el planteamiento del problema y terminó escribiendo unas líneas: «Cuius rei demonstrationem mirabilem sane detexi hanc marginis exiquitas non caperei». Estas
palabras pasarían a convertirse en inmortales en la historia de la
matemática: «Tengo una prueba verdaderamente maravillosa para esta
afirmación, pero el margen es demasiado estrecho para contenerla».
Si su intención había sido que sus colegas montaran en cólera, lo logró a las mil maravillas. Desde 1637, prácticamente cualquier matemático que se preciara le había dedicado tiempo, a veces demasiado, a hallar la prueba de Fermat. Generaciones enteras de pensadores fracasaron, hasta que Andrew Wiles dio con la solución en 1993. Llevaba veinticinco años reflexionando sobre el enigma; los diez últimos casi a tiempo completo.
Lisbeth Salander estaba perpleja.
En
realidad, no le interesaba nada la respuesta. Lo que la fascinaba era
la forma de dar con ella. Cuando alguien le planteaba un enigma, ella lo
solucionaba. Antes de comprender los principios de los razonamientos,
tardaba lo suyo en resolver los misterios matemáticos, pero siempre
deducía la respuesta correcta antes de mirar la solución.
De modo que, una vez leído el teorema de Fermat, sacó una hoja y se puso a emborronarla con números. Pero fracasó en su intento de dar con la prueba.
Se negó a mirar la respuesta y, consecuentemente, se saltó el pasaje donde se presentaba la solución de Andrew Wiles. En su lugar terminó el Dimensions y
constató que ningún otro problema de los que se presentaban en el libro
le había supuesto una gran dificultad. Luego, día tras día, volvió al
enigma de Fermat, con una creciente irritación, mientras cavilaba sobre la «maravillosa prueba» a la que podría haberse referido Fermat. No hacía más que entrar en un callejón sin salida tras otro.
Lisbeth Salander se ha tomado un tiempo: necesita apartarse del foco de
atención y salir de Estocolmo. Trata de seguir una férrea disciplina y
no contestar a las llamadas y mensajes de un Mikael que no entiende por
qué ha desaparecido de su vida sin dar ningún tipo de explicación. Las
heridas del amor las cura Lisbeth en soledad, aunque intente despistar
el desencanto con el estudio de las matemáticas y ciertos felices
placeres en una playa del Caribe. ¿Y Mikael? El gran héroe, el súper
Blomkvist, vive buenos momentos en Millennium, con las finanzas de la
revista saneadas y reconocimiento profesional de colegas y medios. Ahora
tiene entre manos un reportaje apasionante que le propone una pareja,
Dag y Mia, sobre el tráfico y prostitución de mujeres provenientes del
Este. Las vidas de nuestros dos protagonistas parecen haberse separado
por completo, y mientras... una muchacha, atada a una cama soporta un
día y otro día las horribles visitas de un ser despreciable, y sin decir
una palabra, sueña con una cerilla y un bidón de gasolina, con la forma
de provocar el fuego que acabe con todo.
La segunda novela de la serie Larsson, donde conoceremos cómo Lisbeth ha llegado a ser quién es. El interés, la complejidad y maravillosa riqueza de trama y personajes va in crecendo. La acción es de cortar el aliento. Los hechos que van desvelándose, absolutamente impactantes.No se puede pedir más a la segunda novela de una trilogía: que supere de calle las expectativas creadas con la primera y que vuelva a crear en el lector la necesidad de leer más.
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La segunda novela de la serie Larsson, donde conoceremos cómo Lisbeth ha llegado a ser quién es. El interés, la complejidad y maravillosa riqueza de trama y personajes va in crecendo. La acción es de cortar el aliento. Los hechos que van desvelándose, absolutamente impactantes.No se puede pedir más a la segunda novela de una trilogía: que supere de calle las expectativas creadas con la primera y que vuelva a crear en el lector la necesidad de leer más.
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