Una parte de la belleza de una proposición matemática reside en el hecho
de que no siempre es posible convertirla en un teorema, es decir,
demostrarla como auténtica. Es lo que llamamos “Lo indecible”. Lo
indecible es el compañero de la incertidumbre. Cuando mi madre me dio a
conocer este misterio, tendría yo quince años, liberó mi pensamiento
matemático y después mi pensamiento en general del dogmatismo ligado a
la certidumbre. Comencé a ver y a sentir que, en todo, había tantas
posibilidades como snapsis en el cerebro, garantizando la fluidez de los
datos y su compenetración. Existen unos cien mil millones de sinapsis.
Cien mil millones de posibilidades, a veces veo mi rostro como una de
esas posibilidades. Es la gran enseñanza que me transmitió mi madre y,
sin ella, probablemente no hubiera podido soportar mi soledad. Digamos
más sencillamente que ésta hubiera sido estéril.
Me fascinaban esos momentos que pasaba ante la gran mesa de su despacho, donde las estanterías se combaban bajo el peso de los libros. Esos momentos en que nos unía la pasión matemática y en que ella me desvelaba uno tras otro los arcanos de ese universo mental. Mi madre insistía mucho más en lo que podía ser la mente de un matemático que en la instrumentación. Le estoy oyendo repetirme: “Lo primero es la mente, luego la técnica aflora por sí sola”. Lo que me gustaba también de aquellos momentos de intensa armonía era que mi silla estaba pegada a la suya, mi cuerpo al suyo.
Fundidos por el calor de los números bailando en el espacio. A mi madre le encantaba el tango. Solía establecer paralelismos y decía que los dos cuerpos, el del matemático y el del espacio matemático debían ser como dos bailarines para que existiera una perfecta adecuación. Cuando despejábamos una incógnita, por lo general me ponía un disco. Lo escuchábamos sentados el uno junto al otro en el canapé, a veces bailábamos. Me gustaba el elemento trágico de las palabras combinado con la suavidad de la música. Me gustaba que los mundos se tocasen, el de la pura abstracción y el del lenguaje corporal. En la facultad, me sorprendía el total cerebralismo de la mayoría de mis compañeros. Algunos llegaban al extremo de odiar el mundo, convirtiéndose en puros ascetas. Eran matemáticos razonables y aburridos.
Me fascinaban esos momentos que pasaba ante la gran mesa de su despacho, donde las estanterías se combaban bajo el peso de los libros. Esos momentos en que nos unía la pasión matemática y en que ella me desvelaba uno tras otro los arcanos de ese universo mental. Mi madre insistía mucho más en lo que podía ser la mente de un matemático que en la instrumentación. Le estoy oyendo repetirme: “Lo primero es la mente, luego la técnica aflora por sí sola”. Lo que me gustaba también de aquellos momentos de intensa armonía era que mi silla estaba pegada a la suya, mi cuerpo al suyo.
Fundidos por el calor de los números bailando en el espacio. A mi madre le encantaba el tango. Solía establecer paralelismos y decía que los dos cuerpos, el del matemático y el del espacio matemático debían ser como dos bailarines para que existiera una perfecta adecuación. Cuando despejábamos una incógnita, por lo general me ponía un disco. Lo escuchábamos sentados el uno junto al otro en el canapé, a veces bailábamos. Me gustaba el elemento trágico de las palabras combinado con la suavidad de la música. Me gustaba que los mundos se tocasen, el de la pura abstracción y el del lenguaje corporal. En la facultad, me sorprendía el total cerebralismo de la mayoría de mis compañeros. Algunos llegaban al extremo de odiar el mundo, convirtiéndose en puros ascetas. Eran matemáticos razonables y aburridos.
SINOPSIS
La pasión reflejada en la mirada de un transexual
llamado Lisa y la intensidad de la mirada de Pedro Almodóvar devuelven a
Antoni la ilusión, las ganas de explorar el exterior. Comienza así un
singular proyecto al más puro estilo Almodóvar, el de hacer una película
basada en la vida de Antoni, poner en imágenes una reflexión sobre la
mirada del otro.
La fuerza de la primera persona con que Antoni Casas Ros narra esta especialísima novela hace que sea imposible dejar su lectura. Mágica, precisa, acariciante, la singular voz de Casas Ros se ha abierto camino en las editoriales más exigentes. Abre por cualquier página, lee y descubre que es posible hacer malabarismos entre lo real y lo imaginario, hacer emerger mundos enteros de un ínfimo detalle.
La fuerza de la primera persona con que Antoni Casas Ros narra esta especialísima novela hace que sea imposible dejar su lectura. Mágica, precisa, acariciante, la singular voz de Casas Ros se ha abierto camino en las editoriales más exigentes. Abre por cualquier página, lee y descubre que es posible hacer malabarismos entre lo real y lo imaginario, hacer emerger mundos enteros de un ínfimo detalle.
Antoni, el narrador de esta historia, quedó desfigurado a los veinte
años a consecuencia de un accidente de tráfico. Perdió el rostro, y con
él la oportunidad de llevar una vida normal.Dotado de un talento
especial para las matemáticas, Antoni vive aislado, refugiado en el
álgebra, la literatura y el cine. En un mundo que no tolera más que la
armonía y la simetría, el encuentro con Lisa y Pedro cambia su vida para
siempre.
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