lunes, 2 de junio de 2014

LA VARIABLE HUMANA - Rodrigo Martín Noriega

Alfred Keitel miró su reloj una vez más, ajeno a las conversaciones de los estudiantes que llenaban la cafetería de la universidad en ese frío mediodía de noviembre. Supuso que el retraso de su ilustre colega Samuel Bates tenía como propósito ponerle nervioso o mostrarle a las claras su desprecio y la poca ilusión que le hacía aquella cita. Sonrió. Tenía que admitir que para un hombre a punto de cumplir los setenta años perder el tiempo era un lujo, pero no podía reprocharle nada a Samuel ni a sus pequeñas y mezquinas venganzas. Hace años Keitel refutó una de las teorías de Bates en un acalorado enfrentamiento académico que dejó la fama de Samuel hecha añicos en el competitivo mundo de los matemáticos profesionales. Lo más cruel de todo es que Samuel había sido uno de sus mejores alumnos, pero para Alfred Keitel los sentimientos no tenían nada que ver con las matemáticas. Tal vez fueran la única cosa en el mundo de la que podía afirmarse algo así.

—Alfred…

La voz de Samuel le devolvió al presente.

—Lo sé, llego tarde, pero me debo a mis alumnos —dijo con una sonrisa seca mientras se sentaba frente a Keitel sin ni tan siquiera quitarse la chaqueta.

—¿Quieres tomar algo?

—No gracias Alfred, tengo mucha prisa. De hecho podrías haberme escrito un mail.

—Odio los ordenadores. —El tono de voz de Alfred fue tan sombrío que Samuel se sintió intimidado a su pesar.

—Pues aquí me tienes.

Alfred apartó su taza de café y cruzó las manos sobre la mesa, como hacía cuando se disponía a revisar un examen delante de un alumno. Él también tenía sus propios trucos.

—Háblame de John Farrell.

Samuel cruzó los brazos a la defensiva. No le gustaba que nadie se metiera en sus asuntos.

—¿Por qué?

—Sé que tú diriges su investigación y que aspira a ser profesor asociado de tu departamento. Su currículo es excelente.

—¿Y?

—Lleva un mes escribiéndome. Quiere consultar algunas cosas conmigo.

Samuel palideció. Su orgullo se sintió golpeado ante aquella revelación. Alfred Keitel era un dinosaurio, una reliquia de los viejos tiempos. Puede que en otra época hubiera sido un genio, pero después de su misteriosa crisis personal de hacía unos años había abandonado la investigación y la docencia activa. La universidad le mantenía su despacho más en consideración a su prestigio que a su actividad real, como si fuera un oráculo cuya sabiduría pudiera iluminar a los demás por su mera presencia. Por eso Samuel recibió como una puñalada el saber que uno de sus pupilos se acercaba a sus espaldas al viejo Keitel. ¿Acaso Samuel no era lo suficientemente bueno para el joven y engreído Farrell?

—No sé qué decirte que no puedas suponer. Extraordinariamente inteligente pero con tendencia a perderse en sus propias abstracciones. Como muchos de nosotros a su edad, confía en el poder ilimitado de las matemáticas para ordenar el mundo, pero sus aspiraciones son por suerte mucho menos ambiciosas, e incluso de una ingenuidad sonrojante —explicó Samuel sin poder disimular los sentimientos contradictorios que John Farrell provocaba en él. Posiblemente aquel joven fuera el mejor entre todos los becarios de su departamento, pero a veces su condescendencia y la irritante seguridad en sí mismo que mostraba le molestaban profundamente. Y por encima de todo, Samuel intuía que John se creía mejor que él, y que recurriera a Keitel no hacía sino aumentar esa sensación.
[...]
—¿A qué te refieres con ingenuidad?

—Bueno, John Farrell cree que sería capaz de componer a la altura de Mozart o Bach con un mero programa informático basado en sistemas de combinatoria y estadística.

—Notas musicales seleccionadas arbitrariamente. Nada del otro mundo. Tal vez un programa compusiera algo parecido a Para Elisa tras probar cientos de combinaciones. El mono que escribiría las obras compuestas de Shakespeare tecleando en una máquina de escribir —argumentó Keitel intentando sacar más información y sin tener muy claro de si aquello le tranquilizaba o agudizaba sus temores.

—No exactamente. Lo que Farrell pretende es crear un programa que componga las obras que Beethoven hubiera compuesto de haber seguido vivo, no que componga lo mismo, si es que el verbo componer tiene algún sentido aquí. Es decir, el mono de Farrell escribiría la secuela de Hamlet, por decirlo de alguna manera. Y no aleatoriamente, a la primera.

Keitel tardó un largo segundo en hablar.

—¿Y cómo pretende conseguir algo así?

—Con las matemáticas. x al cuadrado igual a La pasión según San Mateo.

Samuel parecía irritado. Como hombre pragmático, creía que la ciencia debía estar al servicio de los intereses reales de la humanidad, y por eso no soportaba que el talento (algo de lo que John Farrell andaba sobrado, no podía negarlo) se malgastara en fantasías y ensoñaciones que podían servir de entretenimiento para congresos de matemáticos pero cuya utilidad práctica era nula.
[...]
—Dime una cosa, Samuel —dijo Keitel para interrumpir el curso de sus pensamientos—. ¿Crees que lo conseguirá?
Bates miró a su antiguo profesor con cara de no haber entendido la pregunta.

—¿A qué te refieres?

—Muy sencillo. Si lo que Farrell pretende fuera posible, ¿crees que este joven tiene la capacidad necesaria para llevarlo a cabo?

—Puedo decirte que él está convencido de ello. Pero todo su proyecto parte de una premisa errónea que él es incapaz de ver.

—¿Cuál?

—Olvida la inspiración.

—¿La inspiración?

—Ningún programa informático, ningún sistema matemático tendrán nunca talento creativo, inspiración, el soplo divino, si lo prefieres.
[...]
—Supongo que tienes razón —concluyó finalmente—. En cualquier caso será una pena que John Farrell malgaste sus mejores años en un proyecto condenado al fracaso.
—Yo solo soy su director, me limito a observar, evaluar o aconsejar. Pero John no escucha a nadie. Él dice que su proyecto es solo el primer paso.
Keitel sintió un escalofrío recorriendo su espalda, como si detrás de él alguien hubiera abierto una puerta.

—¿El primer paso de qué?

—El primer paso. Es lo único que dice. Por desgracia para él no habrá un segundo paso y desperdiciará unos años preciosos para descubrirlo.

Samuel Bates miró su reloj para indicar que la conversación había terminado.

—Tengo que irme, Keitel.

—Gracias por haber venido.

SINOPSIS

John Farrell es un genio de las matemáticas decidido a explorar los límites de esa ciencia que puede explicar el mundo. Utilizando las matemáticas, consigue emular a Chopin con resultados asombrosos, pero quiere ir más allá: ¿hay algo que no pueda explicarse con las matemáticas, con la lógica? ¿Hasta dónde puede llegar el hombre con ellas? Novela sobre la ciencia, la música y la filosofía, este brillante relato de construcción impecable atrapa al lector desde la primera página por su agilidad y su capacidad de plantear con sencillez grandes cuestiones, mientras nos implica en una trama que sorprende. Su autor, para quien la amenidad es aliada imprescindible, narra una historia que se permite interrogarnos a la vez sobre el verdadero sentido de la libertad humana, sobre el destino y los límites del hombre para manejarlo. Hacia el final, la intriga alcanza su clímax y logra sobresaltar una vez más al lector con un desenlace propio de la mejor novela negra.
Esta novela ha obtenido el Premio de Novela Corta 2012 de la Fundación MonteLeón. El jurado estuvo compuesto, entre otros, por los novelistas y miembros de la real Academia española Luis Mateo Díez y José María Merino. En palabras de este último, se trata de una «excelente obra» que roza la ficción científica realizada con «brillantez y concisión», además de ser entretenida. Por su parte, Luis Mateo Díez ha considerado un acierto haber escogido el género de novela corta, que supone un gran reto literario. En su opinión, La variable humana es un trabajo «sorprendente, inquietante y complejo».

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