lunes, 30 de junio de 2014

SOBRE HÉROES Y TUMBAS - Ernesto Sábato

Y como Martín le preguntó si entre dos seres que se quieren no debe ser todo nítido, todo transparente y edificado sobre la verdad, Bruno respondió que la verdad no se puede decir casi nunca cuando se trata de seres humanos, puesto que sólo sirve para producir dolor, tristeza y destrucción. Agregando que siempre había alentado el proyecto (“pero yo soy nada más que eso: un hombre de puros proyectos”, agregó sonriendo con tímido sarcasmo), había alentado el proyecto de escribir una novela o una obra de teatro sobre eso: la historia de un muchacho que se propone decir siempre la verdad, siempre, cueste lo que cueste. Desde luego, siembra la destrucción, el horror y la muerte a su paso. Hasta terminar con su propia destrucción, con su propia muerte.

-Entonces hay que mentir -adujo Martín con amargura.

-Digo que no siempre se puede decir la verdad. En rigor, casi nunca.

-¿Mentiras por omisión?

-Algo de eso -replicó Bruno, observándolo de costado, temeroso de herirlo.

-Así que no cree en la verdad.

-Creo que la verdad está bien en las matemáticas, en la química, en la filosofía. No en la vida. En la vida es más importante la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza. Además ¿sabemos acaso lo que es la verdad? Si yo le digo que aquel trozo de ventana es azul, digo una verdad. Pero es una verdad parcial, y por lo tanto una especie de mentira. Porque ese trozo de ventana no está solo, está en una casa, en una ciudad, en un paisaje. Está rodeado del gris de ese muro de cemento, del azul claro de este cielo, de aquellas nubes alargadas, de infinitas cosas más. Y si no digo todo, absolutamente todo, estoy mintiendo. Pero decir todo es imposible, aun es este caso de la ventana, de un simple trozo de la realidad física, de la simple realidad física. La realidad es infinita y además infinitamente matizada, y si me olvido de un solo matiz ya estoy mintiendo. Ahora, imagínese lo que es la realidad de los seres humanos, con sus complicaciones y recovecos, contradicciones y además cambiantes. Porque cambia a cada instante que pasa, y lo que éramos hace un momento no lo somos más. ¿Somos, acaso, siempre la misma persona? ¿Tenemos, acaso, siempre los mismos sentimientos? Se puede querer a alguien y de pronto desestimarlo y hasta detestarlo. Y si cuando lo desestimamos cometemos el error de decírselo, eso es una verdad pero una verdad momentánea, que no será más verdad dentro de una hora o al otro día, o en otras circunstancias. Y en cambio el ser a quien se la decimos creerá  que ésa es la verdad, la verdad para siempre y desde siempre. Y se hundirá en la desesperación.

SINOPSIS

Una novela donde Ernesto Sábato plantea toda su carga ideológica. Centrada en el personaje de Martín, un hombre en busca de sí mismo, el escritor argentino expone su particular visión sobre la soledad, tema clave en su narrativa. Cercana a ciertas obras del existencialismo francés despertó la admiración de Camus.

martes, 24 de junio de 2014

LA NOCHE DE LOS TIEMPOS - Antonio Muñoz Molina

Importa la precisión extrema. Nada real es vago. Ignacio Abel trae en la maleta su título de arquitecto y el diploma firmado por los profesores Walter Gropius y Karl Ludwig Rossman en Weimar en mayo de 1924. Conoce el valor de las medidas exactas y de los cálculos de resistencia de los materiales, del equilibrio entre fuerzas contrarias que mantiene en pie un edificio. Qué habrá sido del ingeniero Torroja, con el que le gustaba tanto conversar sobre los fundamentos físicos de la edificación, aprender cosas inquietantes sobre la insustancialidad última de la materia, la agitación demente de partículas en el vacío. Los dibujos esbozados en el cuaderno que lleva en uno de los bolsillos no serán nada si no se someten a la disciplina esclarecedora de la física y de la geometría. ¿Cómo eran esas palabras de Juan Ramón Jiménez que parecían la síntesis de un tratado de arquitectura? Lo neto, lo apuntado, lo sintético, lo justo. Ignacio Abel las tenía anotadas en un papel y las leyó en voz alta en la Residencia de Estudiantes, en la conferencia que dio el año pasado, el 7 de octubre de 1935. Nada sucede en un tiempo abstracto ni en un espacio en blanco. Un arco es una línea trazada sobre una hoja de papel y la solución de un problema matemático; peso convertido en ligereza por el juego de fuerzas contrarias; especulación visual que se transmuta en espacio habitable. Una escalera es una forma artificial tan necesaria y tan pura como la espiral de una caracola, tan orgánica como la arborescencia de los nervios de una hoja. 

SINOPSIS

Un día de finales de octubre de 1936 el arquitecto español Ignacio Abel llega a la estación de Pennsylvania, última etapa de un largo viaje desde que escapó de España, vía Francia, dejando atrás a su esposa e hijos, incomunicados tras uno de los múltiples frentes de un país ya quebrado por la guerra. Durante el viaje recuerda la historia de amor clandestino con la mujer de su vida y la crispación social y el desconcierto previo que precedieron al estallido del conflicto fratricida.
Es una gran novela de amor ambientada en el año previo al inicio de la guerra civil española. Por ella transitan personajes reales (Negrín, Moreno Villa, Bergamín…) y personajes de ficción, tejiendo una red colectiva que contextualiza la vivencia personal de un solo individuo y convirtiendo la narración en una sinfonía de asociaciones y sugerencias, en la caja de resonancia de toda una época. Este libro inolvidable es el máximo empeño literario de Antonio Muñoz Molina, y, sin duda alguna, un texto único sobre las raíces de la sociedad en que vivimos: la confrontación entre la desvalida necesidad personal de amor y la feroz carnavalada sangrienta de los fanatismos ideológicos que arrasan el mundo moderno

SÉ LO QUE ESTÁS PENSANDO - John Verdon


—No puedo decir a ciencia cierta que fue así exactamente como se hizo. No obstante, es el único escenario creíble que se me ha ocurrido en todo el tiempo que he estado devanándome los sesos con esos números, y eso se remonta al día en que Mark Mellery vino a mi casa y me mostró la primera carta. 
Mellery estaba desconcertado y aterrado por la idea de que el autor de la carta lo conocía tan bien que era capaz de predecir en qué número pensaría al pedirle que pensara en cualquier número entre uno y mil. Noté el pánico en él, la sensación de fatalidad. Sin duda lo mismo tuvo que ocurrirles a las otras víctimas. Ese pánico era el objetivo del juego. ¿Cómo podía saber en qué número pensaría? ¿Cómo podía saber algo tan íntimo, tan personal, tan privado como un pensamiento? ¿Qué más sabía? Imagino que estas preguntas lo torturaron, que, literalmente, le volvían loco.

—Francamente, Dave —dijo Kline con mal disimulada agitación—, me están volviendo loco también a mí, y cuanto antes puedas responder, mejor.

—Condenadamente cierto —coincidió Rodríguez—. Vamos al grano.

—Si puedo expresar una opinión ligeramente contraria —dijo Holdenfield con preocupación—, me gustaría que el detective nos diera su explicación como crea conveniente, a su ritmo.

—Es embarazosamente simple —dijo Gurney—. Embarazoso para mí porque cuanto más pensaba en el problema, más impenetrable me parecía. Y averiguar cómo pudo hacer este truco con el número diecinueve no proyectó ninguna luz sobre cómo podía funcionar el asunto del seiscientos cincuenta y ocho. La solución obvia nunca se me ocurrió, hasta que la sargento Wigg contó su historia.

[...]

Gurney hizo un gesto de agradecimiento a Wigg antes de continuar.

—Supongamos, como la sargento ha sugerido, que nuestro obsesionado asesino dedicó dos horas al día a escribir cartas y que al final de un año había completado once mil, y que entonces las envió a una lista de once mil personas.

—¿Qué lista? —La voz de Jack Hardwick tenía la aspereza intrusiva de una verja oxidada.

—Es una buen pregunta, quizá la pregunta más importante de todas. Volveré sobre eso dentro de un minuto. Por el momento supongamos que la carta original (la misma carta idéntica) se envió a once mil personas pidiéndoles que pensaran en un número entre uno y mil. La teoría de la probabilidad predeciría que aproximadamente once personas elegirían correctamente. En otras palabras, hay una posibilidad estadística de que once de esas once mil personas que pensaran en un número al azar eligieran el número seiscientos cincuenta y ocho.

La mueca de Blatt estaba adquiriendo proporciones cómicas.

Rodríguez negó con la cabeza con incredulidad.

—¿No estamos cruzando la línea desde la hipótesis a la fantasía?

—¿A qué fantasía se está refiriendo? —Gurney sonó más desconcertado que ofendido.

—Bueno, estos números que está lanzando, no tiene ninguna base real. Son todos imaginarios.

[...]

Y aun así, en un sueño, uno podía ahogarse en tristeza.

Cielo santo, ahora no hay tiempo para la introspección.

Gurney volvió a concentrarse a tiempo para oír a Rebecca Holdenfield diciendo en esa voz seria de Sigourney Weaver.

—Personalmente, no creo que la hipótesis del detective Gurney sea fantasiosa. De hecho, me resulta convincente y pediría otra vez que le permitieran completar su explicación.

Dirigió su solicitud a Kline, quien levantó las palmas de las manos como para decir que ésa era la intención obvia de todos.

—No estoy diciendo —dijo Gurney— que exactamente once personas de once mil eligieran el número seiscientos cincuenta y ocho, sólo digo que once es el número más probable. No sé suficiente de estadística para recurrir a las fórmulas de probabilidad, pero quizás alguien pueda ayudarme con eso.

Wigg se aclaró la garganta.

—La probabilidad relacionada con un rango sería mucho más alta que la de un número específico en el rango. Por ejemplo, no apostaría la casa a que once personas entre once mil elegirían un número concreto, pero si añadiéramos un rango de más o menos, pongamos, siete en cada dirección, estaría muy tentada de apostar a que el número de personas que lo elegirían caería en ese rango. En este caso, que seiscientos cincuenta y ocho sería el número elegido por, al menos, cuatro personas, y por no más de dieciocho.

Blatt miró a Gurney con ojos entrecerrados.

—¿Está diciendo que ese tipo envió cartas a once mil personas y que el mismo número secreto estaba escondido dentro de esos sobrecitos cerrados?

—Ésa es la idea general.

Los ojos de Holdenfield se ensancharon de asombro al expresar en voz alta sus pensamientos.

—Y fueran los que fueran, cada persona que eligiera el seiscientos cincuenta y ocho por cualquier razón, y luego abriera ese sobrecito interior y encontrara la nota en la que decía que el autor lo conocía lo bastante bien para saber que elegiría el seiscientos cincuenta y ocho… Dios mío, ¡qué impacto tendría!

—Porque —añadió Wigg— nunca se le ocurriría que no era el único que había recibido esa carta. Nunca se le ocurriría que era la persona de entre cada mil que elegía ese número. La escritura manuscrita era la guinda del pastel. Hizo que todo pareciera totalmente personal.

—Dios —gruñó Hardwick—, lo que nos está diciendo es que tenemos un asesino en serie que usa una campaña de marketing directo para elegir víctimas.

—Es una manera de verlo —dijo Gurney.

SINOPSIS

Un hombre recibe una carta que le urge a pensar en un número, cualquiera. Cuando abre el pequeño sobre que acompaña al texto, siguiendo las instrucciones que figuran en la propia carta, se da cuenta de que el número allí escrito es exactamente en el que había pensado. David Gurney, un policía que después de 25 años de servicio se ha retirado al norte del Estado de Nueva York con su esposa, se verá involucrado en el caso cuando un conocido, el que ha recibido la carta, le pide ayuda para encontrar a su autor con urgencia. Pero lo que en principio parecía poco más que un chantaje se ha acabado convirtiendo en un caso de asesinato que además guarda relación con otros sucedidos en el pasado. Gurney deberá desentrañar el misterio de cómo este criminal parece capaz de leer la mente de sus víctimas en primer lugar, para poder llegar a establecer el patrón que le permita atraparlo.

martes, 17 de junio de 2014

EL MAPA - T. S. Learner

Damien Tyson oteaba el horizonte desde el ventanal de su habitación en el hotel Ritz de Madrid, que había convertido en su cuartel general durante los últimos meses. Una vista carente de personas, un panorama de rectángulos, líneas horizontales y verticales, de ventanas cerradas, de tejados y hierro forjado, creando una suerte de cuadrícula matemática, un ritmo que Damien Tyson encontraba extrañamente confortador. Lo transportaba a otra parte, permitiéndole enfocar toda su inteligencia en un solo punto, de una manera tan precisa como lo haría un arma.

SINOPSIS

Laberintos, acertijos, brujería… y secretos milenarios. Un estudioso de literatura clásica de Oxford ha descubierto un antiguo pergamino. Un grupo de adoradores de la magia negra se ha congregado en Londres. Y hay un mapa que describe tres laberintos bajo la superficie de Europa. Un antiguo misterio aguarda a ser revelado… Perseguido por agentes secretos, protegiendo el mapa de enemigos invisibles, August Winthrop recorre una Europa asolada por la guerra. Pero el mapa le conducirá más lejos de lo que jamás hubiera soñado: al corazón de una serie de laberintos cuyo poder llegaría a cambiar el mundo.

martes, 10 de junio de 2014

EL ASEDIO - Aruro Pérez-Reverte


—Ajustándonos a su hipótesis, nada sería imposible en una ciudad como ésta. Cádiz es un barco situado en medio del mar y los vientos. Hasta las calles y las casas se construyen para enfrentarlos, canalizarlos y combatirlos. Usted habló de vientos, sonidos... Hasta olores, dijo... Todo eso está en el aire. En la atmósfera.

El policía mira de nuevo las piezas comidas a ambos lados del tablero. Al cabo, pensativo, coge el rey blanco y lo coloca entre ellas.

—Tendría gracia que, al final, siete asesinatos de mujeres jóvenes fuesen consecuencia de una situación atmosférica...

—¿Por qué no? Está probado que determinados vientos, en función de su sequedad y temperatura, actúan directamente sobre los humores, activando el temperamento. La locura o el crimen son más frecuentes en lugares sometidos a su fuerza constante, o periódica... Es poco lo que sabemos sobre los abismos más oscuros del ser humano.

El profesor ha abierto al fin la tabaquera, aspira una pulgarada de rapé y estornuda discretamente, con placer.

—Todo esto es muy vago, por supuesto —añade mientras se sacude la pechera del chaleco—. No soy un científico, Pero cualquier ley general de la Naturaleza es aplicable a situaciones mínimas... Lo que vale para un continente o un océano podría valer para una calle de Cádiz.

Ahora es Tizón quien pone un dedo sobre un escaque del tablero: allí donde estaba el rey vencido.

—Imaginemos entonces —propone— que hay lugares concretos, puntos geográficos donde los períodos de los fenómenos físicos guardan relación entre sí, o se combinan de forma distinta a como lo hacen en otros lugares...

[...]
 
—Bueno —responde Barrull tras considerarlo un poco más—. No seríamos los primeros en pensar eso. Hace casi dos siglos, Descartes entendía el mundo como un plenum: un conjunto estable, hecho o lleno de una materia sutil, en cuyo interior hay pequeños huecos, o remolinos. Como las celdillas de un panal irregular en torno a las que gira la materia.

—Repita eso, don Hipólito. Despacio.

El otro guarda la tabaquera. Se ha vuelto a mirar al policía. Después baja de nuevo la vista al tablero de ajedrez.

—No es mucho más lo que puedo decirle. Se trata de lugares donde las condiciones físicas son distintas al resto. Vórtices, llamó a esos puntos.

—¿Vórtices?

—Eso es. Comparados con la inmensidad del universo, se trataría de lugares minúsculos donde ocurren cosas... O no ocurren. O se producen de manera diferente.

[...]

—Lugares distintos, que influyen en el mundo —concluye—. En las personas, en las cosas, en el movimiento de los planetas...

Lo deja ahí, como si no se atreviese a más. Tizón, que chupaba el cigarro, se lo quita de la boca. —¿En la vida y en la muerte?... ¿En la trayectoria de una bomba?

Ahora el profesor lo mira preocupado, con el aspecto de quien ha ido demasiado lejos. O teme haber ido.

—Oiga, comisario. No se haga demasiadas ilusiones conmigo. Lo que necesita es un hombre de ciencia... Yo sólo soy alguien que lee. Un curioso familiarizado con un par de cosas. Hablo de memoria y con errores, seguramente. No faltará en Cádiz quien...

—Responda a mi pregunta, por favor.

Aquel por favor parece sorprender al otro. Quizá sea la primera vez que oye esa palabra en boca de Rogelio Tizón. Tampoco éste recuerda haberla pronunciado con sinceridad desde hace años. Puede que nunca.

—No es un disparate —dice el profesor—. Descartes sostenía que el universo está formado por un conjunto continuo de vórtices bajo cuya influencia se mueven los objetos que se encuentran en él... Newton rebatió luego esa concepción de las cosas con su idea de las fuerzas que actúan a distancia, a través de un vacío; pero no pudo desmontarla por completo, quizá porque era demasiado buen científico para creer ciegamente en su propia teoría... Al fin, el matemático Euler, tratando de explicar movimientos de planetas según la física de Newton, rehabilitó parcialmente a Descartes en ese terreno, argumentando a favor de los viejos vórtices cartesianos... ¿Me sigue?

—Sí. Con cierta dificultad.

—Usted lee el francés, ¿verdad?

—Me defiendo.

—Hay un libro que puedo prestarle: Lettres a une Princesse d'Allemagne sur divers sujets de Physique et de Philosophie. Son las cartas de Euler a la sobrina de Federico el Grande de Prusia, que era aficionada al asunto. Ahí detalla, de forma bastante asequible para gente como nosotros, la idea de esos vórtices o remolinos de los que le hablo... ¿Le apetece otra partida, comisario?

A Tizón le cuesta un momento establecer de qué partida habla su interlocutor, hasta que se da cuenta de que éste señala el tablero.

—No, gracias. Ya me ha descuartizado bastante por hoy.

—Como quiera.

Mira el policía la línea recta de humo que asciende de su cigarro. Al cabo agita levemente los dedos, y ésta se convierte en suaves espirales. Rectas, curvas y parábolas, piensa. Tirabuzones de aire, de humo y de plomo, con Cádiz como tablero.

SINOPSIS


Cádiz, 1811. España lucha por su independencia mientras América lo hace por la suya. En las calles de la ciudad más liberal de Europa se libran batallas de otra índole. Mujeres jóvenes aparecen desolladas a latigazos. En cada lugar, antes del hallazgo del cadáver, ha caído una bomba francesa. Eso traza sobre la ciudad un mapa superpuesto y siniestro: un complejo tablero de ajedrez donde la mano de un jugador oculto —un asesino despiadado, el azar, las curvas de artillería, la dirección de los vientos, el cálculo de probabilidades— mueve piezas que deciden el destino de los protagonistas: un policía corrupto y brutal, la heredera de una importante casa comercial gaditana, un capitán corsario de pocos escrúpulos, un taxidermista misántropo y espía, un enternecedor guerrillero de las salinas y un excéntrico artillero a quien las guerras importan menos que resolver el problema técnico del corto alcance de sus obuses.

El asedio narra el pulso asombroso de un mundo que pudo ser y no fue. El fin de una época y unos personajes condenados por la Historia, sentenciados a un vida que, como la ciudad que los alberga —una Cádiz equívoca, enigmática, sólo en apariencia luminosa y blanca—, nunca volverá a ser la misma.

domingo, 8 de junio de 2014

EL TEOREMA DEL LORO - Denis Guedj

-SUCEDIÓ en tiempos de Maricastaña. A orillas del mar Egeo, cerca de la ciudad jonia de Mileto, el hijo de Examio y Cleobulina, cuyo nombre era Tales, paseaba por la campiña.

¿Quién se atrevía a despertar a Jonathan tan temprano un domingo por la mañana? ¡Maldición! Era Léa. El grano que Jonathan tenía bajo la barbilla comenzó a lanzar destellos a la vez que él entreabría un ojo que parecía de bulldog. La puerta que separaba los dos dormitorios estaba abierta, como de costumbre. La voz, nasal y ronca, prosiguió:

-Tales iba por los campos y, a su lado, caminaba una criada.

Eso no era Léa. Sin duda era la radio. ¡SU radio!, se dijo Jonathan.

-Tales observaba el cielo mientras andaba. No era su radio. Jonathan saltó de la cama y se lanzó hacia la puerta.

-¡Yo alucino!

¡El loro! Ahí estaba, agarrado al marco de la puerta. Al otro lado, la atónita Léa contemplaba al pájaro dispuesto a proseguir con su letanía. Lo ignoraron y bajaron las escaleras.

El reloj de péndulo del salón comedor señalaba las once. Ruche aparentaba leer un periódico mientras Max recogía las tazas del desayuno.

Léa le recriminó:

-¿Le parece bonito que un loro nos despierte un domingo a estas horas? ¿Un loro que repite con voz nasal todo lo que le ha metido en la cabeza?

Con un batir de alas, el ave cambió de lugar y sentenció con un cloqueo:

-Lo mío no es repetir, recitar, informar o avisar. ¡Yo cuento!

Alrededor de la cicatriz, las plumas erizadas como púas ponían de manifiesto lo enfadado que se sentía. La bata entreabierta de Léa dejaba ver sus senos desnudos y se la abrochó. Pellizcándose el pendiente, Jonathan preguntó:

-¿Por qué nos habla de Tales en ayunas?

Ruche hizo oídos sordos a las preguntas, dejó el periódico y habló:

-¿Así que Sinfuturo os contaba -y Ruche insistió en el verbo y continuó- que Tales observaba el cielo para descubrir secretos sobre el curso de los astros? La sirvienta que lo acompañaba vio un hoyo en el campo y lo evitó. Tales, absorto en la contemplación de la bóveda celeste, cayó dentro. En tanto que la mujer le ayudaba a salir le dijo: «No ves lo que está a tus pies y quieres conocer lo que ocurre en el cielo.» -Ruche concluyó-: Como veis, todo empieza por una caída.

La puerta se abrió y, cargada con las cestas de la compra, entró Perrette, que oyó la última frase. Jonathan-y-Léa la miraron y, al ver su cara tensa, emprendieron el camino de regreso a sus habitaciones. Léa, antes de desaparecer, no pudo evitar hacer un comentario socarrón:

-Y tuvo un montón de hijos.

-¡Craso error! -respondió Ruche regocijado-. Tales no tuvo hijos. Adoptó el de su hermana Kybisthos.

Jonathan, como todos los estudiantes del mundo, había estudiado a Tales en diversas ocasiones. En cada una de ellas, el profesor había hablado del teorema pero nunca del autor. En las clases de matemáticas nunca se hablaba de las personas sino de sus teorías. De vez en cuando se mencionaba a Tales, Pitágoras, Pascal o Descartes, pero eran solamente nombres, como los de una parada de metro o una marca de queso, de quienes no se decía ni dónde ni cuándo habían vivido. Las fórmulas, demostraciones y teoremas llenaban la pizarra sin indicar quién los había creado, como si existieran desde siempre, al igual que las montañas y los ríos, aunque ni las unas ni los otros fueran eternos. Con ello se conseguía que los teoremas parecieran aún más eternos que las montañas y los ríos. Las matemáticas... no eran como la historia, la geografía o la geología. Pero ¿qué eran con exactitud? La respuesta no interesaba a la mayoría.

-Lo tuyo ha sido fabuloso. -Max alisaba las plumas de Sinfuturo-. Has contestado muy bien. -Se bamboleó y frunció los labios imitando al loro-. «No repito, ¡cuento!» ¡Bien! Estaban estupefactos. Reconozco de todos modos que tienes una memoria diabólica.


SINOPSIS

Con El teorema del loro , el matemático y novelista Denis Guedj pone en juego todos sus conocimientos científicos para obtener una novela cautivadora: una feliz simbiosis de humor y razón pura que nos sirve en una entretenida lección de matemáticas. 

EL AMIGO DE GALILEO - Isaia Iannaccone

Schreck sintió que se posaba sobre él la mirada grave y profunda de un hombre con una sobria barba rizada, que había estado hasta ahora en un lado, apartado. Era Galileo Galilei, vestido con unos pantalones y un jubón negros, tan estrechos que subrayaban la desproporción entre sus piernas tan delgadas y el tórax aumentado. Con cuarenta y siete años, su rostro, marcado por un cansancio infinito, acogía dos grandes ojos redondos rodeados por arrugas grises que lo envejecían enormemente. Solo el brillo de sus pupilas y su movilidad revelaban el espíritu vital e indomable que había dentro.

—Buenas tardes, señor Terrentius —soltó—. También yo me acuerdo de vos cuando erais un oyente en Padua. Me alegra volver a veros, aunque me dicen que seguís mostrando un poco de reticencia acerca de mis descubrimientos. Creedme, en vez de ofenderme me despierta interés.

La posibilidad de volver a ver al científico después de años en la villa de Cesi había sido una de las principales motivaciones que habían llevado a Schreck, a pesar de los tiempos, a participar en la reunión.

—Estoy muy feliz de estar todavía y una vez más cerca de vos, señor Galileo. Permitidme felicitaros por vuestro nombramiento como primer matemático y filósofo del gran duque de Toscana —el otro le dio las gracias con un imperceptible gesto con la cabeza.

—Sobre vuestros descubrimientos —añadió Schreck—, más que escéptico, me considero cauteloso. Estoy de acuerdo con vos en que el lenguaje de las matemáticas nos permitirá leer el gran libro de la naturaleza, pero antes de abrazar la teoría de Copérnico y abandonar la de Tycho Brahe que deja a la Tierra tranquila e inmóvil en el centro del universo, y hace rotar a los planetas alrededor del Sol y todos juntos, alrededor de la Tierra, me gustaría discutir con vos la cuestión de las mareas y ver con mis ojos las maravillas de las que habláis y escribís. Utilizando vuestro instrumento que el príncipe ha llamado telescopio.

Fue en ese momento cuando Cesi se acercó de forma solemne al largo tubo con las lentes; lo sujetó con firmeza y lo situó a media altura. No se escuchaba ni siquiera el ruido de una mosca pasar cuando, en una pose que hacía que se pareciera a un sacerdote en un acto de sacrificio, dijo gravemente:

—Esta noche realizaremos por primera vez el valiente gesto que el señor Galileo ya ha realizado en solitario —abrazó con la mirada a los allí presentes—. Dirigiremos al cielo este instrumento.

Siguieron unos aplausos iniciales que se apagaron en un instante porque un «¡No!», gritado a pleno pulmón, heló el entusiasmo inicial. Todos se dirigieron hacia Cesare Cremonini que había lanzado el grito. Con el rostro casi blanco, la boca que le temblaba y los ojos que parecían casi saltársele de las órbitas, el viejo intentó seguir hablando y refunfuñó.

—¿Queréis negar a la Tierra el privilegio de estar en el centro del mundo? —pero le faltó el aliento para seguir.

Galileo lo miraba con conmiseración.

—No creo que esté en el centro del mundo, pero seguramente es el reino de la corrupción.

SINOPSIS

Roma, principios del siglo XVII. La Ciencia moderna se debate por nacer en un permanente enfrentamiento con la Iglesia y su Inquisición, deseosas de detener aquella revolución imparable. Persecuciones, procesos y condenas —a veces a muerte— aguardan a quienes se esfuerzan en estudiar el universo y la naturaleza, atreviéndose a poner en duda las leyes divinas.
El palacio del príncipe Federico Cesi acoge las reuniones clandestinas de la Academia de los Lincei, frecuentadas por el astrónomo Galileo Galilei, que escruta el cielo con su diabólicotelescopio, o el médico alemán Johann Schreck “Terrentius”, que efectúa en secreto autopsias para ahondar en los secretos del cuerpo humano, según las enseñanzas del maestro Vesalio: “Palpad, sentid con vuestras manos, y confiad en ellas”. En el curso de una estas autopsias, escapa de una emboscada, y hasta el propio Galileo se verá obligado a refugiarse en la campiña de la Toscana.
Tendrán entonces noticias de un país lejano, China, donde el poder está precisamente en manos de los sabios. Y la decisión de Terrentius de viajar hasta allí ni siquiera se verá frenada por la necesidad de integrarse en una misión de los jesuitas, únicos occidentales que han entrado en aquel remoto país. Terrentius toma los votos y se embarca pertrechado con sus instrumentos quirúrgicos, un gran herbolario y muchos libros. Y Galileo, que envidia su audaz decisión, promete enviarle los nuevos descubrimientos, para que pueda mostrárselos al emperador.
Entre tempestades y epidemias, la expedición pone rumbo a China. Pero lo que turba a Terrentius no son los peligros del viaje, sino la sospecha de que entre sus compañeros jesuitas está escondido un emisario de la Inquisición, quizás dispuesto a matar con tal de detenerlo…
Una novela épica y emocionante, construida como un thriller y con un final sorprendente, es el debut literario de un nuevo talento italiano

miércoles, 4 de junio de 2014

BALADA DE LOS NÚMEROS - José Verón Gormaz

Un monte me sostiene y el sol traza mi sombra.

Bajo el peso ligero de mis ojos
                                 los números se extienden,
signos en la materia polícroma del valle.

Junto al camino;
                     al amparo del único ciprés,
los huesos de un centauro son la nada,
lo que un cero perdido significa.
Pero el árbol esbelto y verde oscuro,
el ciprés solitario de funeral ternura,
es la unidad, lo simple, lo que empieza.
Y ese abrirse la estrada de dos senderos,
como el eco sonoro y los amantes,
trama el sentido del número segundo.
Y las hojas menudas del trébol atrevido
que, retando a mis pies, surge del suelo
¿no son principio, centro y fin, como reclama
el tres para ser cifra?

Si mis brazos extiendo y miro el horizonte,
siento cruzar los puntos cardinales:
                                           cuatro,
y en ellos flota el viento caprichoso
que el fuego misterioso siembra de humo,
y la tierra y el agua se cortejan
                                             con fluvial armonía.

En lo agreste hay un cinco,
                           digital y bucólico,
                                             que significa paz.

Desde el valle se aniebla
                                   la sangre de los números

Veo un seis en el paisaje vivo,
en la hermosa parcela de universo
que la tarde y el tiempo seducen con amor.

Lejos,
        heredero de lluvias,
el puente celestial del Arco Iris:
siete colores presta al firmamento,
y la leyenda eterna, siete enigmas.

Hay quietud; todo es perfecto y mesurado
como si fuese un ocho la campiña.
Tal vez las nueve musas no están lejos
de la alameda que ríe junto al río,
y el cielo sea un diez incontenible y puro.

Ocultos al orgullo de las urbes,
los números construyen sinfonías
                                   y definen aromas planetarios,
espejos del infinito y de la nada.

martes, 3 de junio de 2014

EL ASEDIO - Arturo Pérez-Reverte

Apartando la manta vieja que cubre la entrada de su barraca, el capitán Desfosseux sale al exterior, sube por la escala de madera que conduce a la parte superior del puesto de observación y se queda mirando la ciudad lejana a través de una tronera. Lo hace con la cabeza descubierta bajo el sol, cruzadas las manos a la espalda sobre los faldones de la casaca azul índigo con vueltas rojas. Que el observatorio, dotado de varios telescopios y de un modernísimo micrómetro Rochon con doble prisma de cristal de roca, esté situado en una ligera elevación entre el fuerte artillado de la Cabezuela y el caño del Trocadero, no es casual en absoluto. Fue Desfosseux quien eligió la ubicación tras minucioso estudio del terreno. Desde allí puede abarcar todo el paisaje de Cádiz y su bahía hasta la isla de León; y con ayuda de catalejos, el puente de Zuazo y el camino de Chiclana. Son sus dominios, en cierto modo. Teóricos, al menos: el espacio de agua y tierra puesto bajo su jurisdicción por los dioses de la guerra y el Mando imperial. Un ámbito donde la autoridad de mariscales y generales puede plegarse, en ocasiones, a la suya. Un particular campo de batalla hecho de problemas, ensayos e incertidumbres-también insomnios— donde no se lucha con trincheras, movimientos tácticos o ataques finales a la bayoneta, sino mediante cálculos hechos sobre hojas de papel, parábolas, trayectorias, ángulos y fórmulas matemáticas. Una de las muchas paradojas de la compleja guerra de España es que tan singular combate, donde cuenta más la composición porcentual de una libra de pólvora o la velocidad de combustión de un estopín que el coraje de diez regimientos, se encuentra confiado, en la bahía de Cádiz, a un oscuro capitán de artillería.

SINOPSIS

Cádiz, 1811. España lucha por su independencia mientras América lo hace por la suya. En las calles de la ciudad más liberal de Europa se libran batallas de otra índole. Mujeres jóvenes aparecen desolladas a latigazos. En cada lugar, antes del hallazgo del cadáver, ha caído una bomba francesa. Eso traza sobre la ciudad un mapa superpuesto y siniestro: un complejo tablero de ajedrez donde la mano de un jugador oculto —un asesino despiadado, el azar, las curvas de artillería, la dirección de los vientos, el cálculo de probabilidades— mueve piezas que deciden el destino de los protagonistas: un policía corrupto y brutal, la heredera de una importante casa comercial gaditana, un capitán corsario de pocos escrúpulos, un taxidermista misántropo y espía, un enternecedor guerrillero de las salinas y un excéntrico artillero a quien las guerras importan menos que resolver el problema técnico del corto alcance de sus obuses.

El asedio narra el pulso asombroso de un mundo que pudo ser y no fue. El fin de una época y unos personajes condenados por la Historia, sentenciados a un vida que, como la ciudad que los alberga —una Cádiz equívoca, enigmática, sólo en apariencia luminosa y blanca—, nunca volverá a ser la misma.

LA PROBABILIDAD ESTADÍSTICA DEL AMOR A PRIMERA VISTA - Jennifer E. Smith

En el otro extremo del salón su padre y Charlotte están prácticamente parados con los ojos fijos en ella. Pero cuando sus miradas se cruzan, su padre le sonríe con complicidad y Hadley no puede evitar sonreír también.

Esta vez, cuando toma la mano que Oliver le tiende para bailar, este tira de ella hasta que están muy juntos.

—¿Qué ha sido del baile de toda la vida? —le pregunta Hadley con la cara pegada a su hombro—. ¿No es así como bailan todos los caballeros ingleses?

Cuando Oliver contesta puede oír la sonrisa en su voz:

—Estoy trabajando en mi proyecto de investigación sobre maneras de bailar.

—¿Eso quiere decir que ahora nos toca el tango?

—Solo si te atreves.

—Ahora en serio. ¿Qué estás estudiando?

Oliver se retira un poco para mirarla.

—La probabilidad estadística de enamorarse a primera vista.

—Muy gracioso. Anda, dime la verdad.

—Es la verdad.

—Pues no te creo.

Oliver ríe y después se inclina hasta situar los labios junto al oído de Hadley.

—Dos personas que se conocen en un aeropuerto tienen un setenta y dos por ciento más de probabilidades de enamorarse que dos que se conozcan en cualquier otro sitio.

—Estás como una cabra —dice Hadley apoyando la cabeza en el hombro de Oliver—. ¿No te lo han dicho nunca?

—Pues sí —contesta Oliver riendo—. Tú, de hecho. Unas cien veces hoy.

—Bueno. Hoy ya casi se ha acabado —dice Hadley mirando el reloj dorado en la pared opuesta del salón—. Solo quedan cuatro minutos, son las once y cincuenta y seis.

—Eso significa que nos conocimos hace veinticuatro horas.

—Parece mucho más tiempo.

Oliver sonríe.

—¿Sabías que dos personas que se encuentran por lo menos tres veces en menos de veinticuatro horas tienen un noventa y ocho por ciento más de probabilidades de volver a encontrarse?

Esta vez Hadley no se molesta en llevarle la contraria. Aunque solo sea por una vez, prefiere pensar que Oliver tiene razón.

SINOPSIS



lunes, 2 de junio de 2014

TAU ZERO - Poul Anderson

En el puente había un visor de compensación: el único a bordo, debido a su elaborado diseño. Un ordenador calculaba continuamente el aspecto que tendría el cielo si la nave estuviese inmóvil en aquel punto del espacio, y proyectaba una simulación del mismo. El dispositivo no era para la diversión o el placer; era una valiosa ayuda para la navegación.

Sin embargo, claramente, el ordenador necesitaba datos de donde estaba realmente la nave y a qué velocidad se movía con respecto a los objetos en el cielo. No era fácil saber esas cosas. La velocidad —módulo exacto y dirección exacta— cambiaba con las variaciones en el medio interestelar y con la retroalimentación necesariamente imperfecta de los controles Bussard, así como con el tiempo bajo aceleración. Las desviaciones sobre la ruta calculada eran comparativamente pequeñas; pero en distancias astronómicas, cualquier imprecisión podría acabar añadiéndose a una suma fatal. Debían eliminarse cuando ocurrían.

Por tanto, aquel hombre de barba negra, regordete y esmerado, el oficial de navegación Auguste Boudreau, era uno de los pocos que tenía un trabajo a tiempo completo durante el viaje relacionado con la operación de la nave. No requería realmente que recorriese un círculo lógico: encuentra tu posición y velocidad para que puedas corregir los fenómenos ópticos, para que puedas comprobar tu posición y velocidad. Las galaxias distantes eran sus faros primarios; el análisis estadístico de las observaciones realizadas sobre estrellas individuales cercanas le daba datos adicionales; empleaba realmente la matemática de aproximaciones sucesivas.

Eso lo convertía en un colaborador del capitán Telander, que calculaba y ordenaba los cambios de rumbo necesarios, y del ingeniero jefe Fedoroff, que los ejecutaba. La tarea se realizaba con suavidad. Nadie sentía los ajustes, exceptuando algún diminuto incremento temporal del zumbido apenas perceptible de la nave, y un cambio igualmente pequeño y transitorio en el vector de aceleración, que se manifestaba como si las cubiertas se hubiesen inclinado unos pocos grados.

Además, Boudreau y Fedoroff intentaban mantener el contacto con la Tierra. La Leonora Christineera todavía detectable por instrumentos espaciales en el Sistema Solar. A pesar de las dificultades creadas por los campos, el máser lunar podía todavía alcanzarla para traer preguntas, entretenimientos, noticias y saludos personales. La nave todavía podía contestar con su propio transmisor. De hecho, se esperaba que tales conversaciones de un lado a otro fuesen regulares, una vez que se hubiesen establecido en Beta Virginis. Su precursora innominada no había tenido problemas para enviar información. Lo seguía haciendo justo en ese momento, aunque la nave no podía recibir esa comunicación y la tripulación tenía la intención de leer las cintas de la sonda cuando llegasen.

El problema en ese momento era éste: los planetas y los soles son objetos grandes y tranquilos. Se mueven por el espacio a velocidades razonables, rara vez por encima de los cincuenta kilómetros por segundo. Y no van en zigzag, por poco que sea. Es fácil predecir dónde estarán dentro de varios siglos, y dirigir un mensaje a esa posición. Una nave espacial es otra cosa. Los hombres no duran mucho; deben darse prisa. La aberración y el desplazamiento Doppler afectan también a la radio. Eventualmente la transmisión de Luna llegaría a frecuencias que nada en la nave podría recibir. Mucho antes, sin embargo, por algún factor impredecible, cuando el tiempo de viaje entre el proyector máser y la nave fuese de meses, era seguro que el rayo la perdería.

SINOPSIS

En el siglo veintitrés, cincuenta hombres y mujeres parten de la Tierra a bordo de una nave interestelar llamada Leonora Christine. El destino de la nave es un planeta situado a unos treinta años luz de distancia. Recoge hidrógeno a medida que vuela a través del espacio y lo quema en una reacción de fusión que impulsará la nave a una velocidad cercana a la de la luz. A bordo, el tiempo subjetivo transcurre más lentamente (como Einstein predijo que sucedería), de modo que el viaje de varias décadas tendría, para los viajeros, una duración de unos pocos años. En las matemáticas de la relatividad hay un factor conocido como tau. Cuanto más se aproxima tau a cero, momento en que la velocidad de la nave tendría que igualar teóricamente a la de la luz, tanto más grande se hace la nave ?y tanto más se alarga el tiempo subjetivo? en relación con el resto del universo. A los nueve años luz de la partida de la Tierra, ocurre un accidente: la Leonora Christine choca con una nube de polvo interestelar. Excepto algún mal golpe, nada parece haber afectado el vuelo, puesto que la aceleración continúa acercándose a la velocidad de la luz. Sin embargo, poco después, los tripulantes descubren que el sistema de desaceleración se ha estropeado y no pueden detener la nave, que sigue ganando velocidad a medida que el factor tau se acerca inexorablemente a cero. Así, en un período (subjetivo) breve, la nave atraviesa galaxias enteras en un abrir y cerrar de ojos, en el universo exterior transcurren millones de años mientras la nave se hace cada vez más grande, devorando la materia interestelar a un ritmo colosal, Las consecuencias, tanto para la tripulación como para la trama de la realidad, están ingeniosamente elaboradas.

LA VARIABLE HUMANA - Rodrigo Martín Noriega

Alfred Keitel miró su reloj una vez más, ajeno a las conversaciones de los estudiantes que llenaban la cafetería de la universidad en ese frío mediodía de noviembre. Supuso que el retraso de su ilustre colega Samuel Bates tenía como propósito ponerle nervioso o mostrarle a las claras su desprecio y la poca ilusión que le hacía aquella cita. Sonrió. Tenía que admitir que para un hombre a punto de cumplir los setenta años perder el tiempo era un lujo, pero no podía reprocharle nada a Samuel ni a sus pequeñas y mezquinas venganzas. Hace años Keitel refutó una de las teorías de Bates en un acalorado enfrentamiento académico que dejó la fama de Samuel hecha añicos en el competitivo mundo de los matemáticos profesionales. Lo más cruel de todo es que Samuel había sido uno de sus mejores alumnos, pero para Alfred Keitel los sentimientos no tenían nada que ver con las matemáticas. Tal vez fueran la única cosa en el mundo de la que podía afirmarse algo así.

—Alfred…

La voz de Samuel le devolvió al presente.

—Lo sé, llego tarde, pero me debo a mis alumnos —dijo con una sonrisa seca mientras se sentaba frente a Keitel sin ni tan siquiera quitarse la chaqueta.

—¿Quieres tomar algo?

—No gracias Alfred, tengo mucha prisa. De hecho podrías haberme escrito un mail.

—Odio los ordenadores. —El tono de voz de Alfred fue tan sombrío que Samuel se sintió intimidado a su pesar.

—Pues aquí me tienes.

Alfred apartó su taza de café y cruzó las manos sobre la mesa, como hacía cuando se disponía a revisar un examen delante de un alumno. Él también tenía sus propios trucos.

—Háblame de John Farrell.

Samuel cruzó los brazos a la defensiva. No le gustaba que nadie se metiera en sus asuntos.

—¿Por qué?

—Sé que tú diriges su investigación y que aspira a ser profesor asociado de tu departamento. Su currículo es excelente.

—¿Y?

—Lleva un mes escribiéndome. Quiere consultar algunas cosas conmigo.

Samuel palideció. Su orgullo se sintió golpeado ante aquella revelación. Alfred Keitel era un dinosaurio, una reliquia de los viejos tiempos. Puede que en otra época hubiera sido un genio, pero después de su misteriosa crisis personal de hacía unos años había abandonado la investigación y la docencia activa. La universidad le mantenía su despacho más en consideración a su prestigio que a su actividad real, como si fuera un oráculo cuya sabiduría pudiera iluminar a los demás por su mera presencia. Por eso Samuel recibió como una puñalada el saber que uno de sus pupilos se acercaba a sus espaldas al viejo Keitel. ¿Acaso Samuel no era lo suficientemente bueno para el joven y engreído Farrell?

—No sé qué decirte que no puedas suponer. Extraordinariamente inteligente pero con tendencia a perderse en sus propias abstracciones. Como muchos de nosotros a su edad, confía en el poder ilimitado de las matemáticas para ordenar el mundo, pero sus aspiraciones son por suerte mucho menos ambiciosas, e incluso de una ingenuidad sonrojante —explicó Samuel sin poder disimular los sentimientos contradictorios que John Farrell provocaba en él. Posiblemente aquel joven fuera el mejor entre todos los becarios de su departamento, pero a veces su condescendencia y la irritante seguridad en sí mismo que mostraba le molestaban profundamente. Y por encima de todo, Samuel intuía que John se creía mejor que él, y que recurriera a Keitel no hacía sino aumentar esa sensación.
[...]
—¿A qué te refieres con ingenuidad?

—Bueno, John Farrell cree que sería capaz de componer a la altura de Mozart o Bach con un mero programa informático basado en sistemas de combinatoria y estadística.

—Notas musicales seleccionadas arbitrariamente. Nada del otro mundo. Tal vez un programa compusiera algo parecido a Para Elisa tras probar cientos de combinaciones. El mono que escribiría las obras compuestas de Shakespeare tecleando en una máquina de escribir —argumentó Keitel intentando sacar más información y sin tener muy claro de si aquello le tranquilizaba o agudizaba sus temores.

—No exactamente. Lo que Farrell pretende es crear un programa que componga las obras que Beethoven hubiera compuesto de haber seguido vivo, no que componga lo mismo, si es que el verbo componer tiene algún sentido aquí. Es decir, el mono de Farrell escribiría la secuela de Hamlet, por decirlo de alguna manera. Y no aleatoriamente, a la primera.

Keitel tardó un largo segundo en hablar.

—¿Y cómo pretende conseguir algo así?

—Con las matemáticas. x al cuadrado igual a La pasión según San Mateo.

Samuel parecía irritado. Como hombre pragmático, creía que la ciencia debía estar al servicio de los intereses reales de la humanidad, y por eso no soportaba que el talento (algo de lo que John Farrell andaba sobrado, no podía negarlo) se malgastara en fantasías y ensoñaciones que podían servir de entretenimiento para congresos de matemáticos pero cuya utilidad práctica era nula.
[...]
—Dime una cosa, Samuel —dijo Keitel para interrumpir el curso de sus pensamientos—. ¿Crees que lo conseguirá?
Bates miró a su antiguo profesor con cara de no haber entendido la pregunta.

—¿A qué te refieres?

—Muy sencillo. Si lo que Farrell pretende fuera posible, ¿crees que este joven tiene la capacidad necesaria para llevarlo a cabo?

—Puedo decirte que él está convencido de ello. Pero todo su proyecto parte de una premisa errónea que él es incapaz de ver.

—¿Cuál?

—Olvida la inspiración.

—¿La inspiración?

—Ningún programa informático, ningún sistema matemático tendrán nunca talento creativo, inspiración, el soplo divino, si lo prefieres.
[...]
—Supongo que tienes razón —concluyó finalmente—. En cualquier caso será una pena que John Farrell malgaste sus mejores años en un proyecto condenado al fracaso.
—Yo solo soy su director, me limito a observar, evaluar o aconsejar. Pero John no escucha a nadie. Él dice que su proyecto es solo el primer paso.
Keitel sintió un escalofrío recorriendo su espalda, como si detrás de él alguien hubiera abierto una puerta.

—¿El primer paso de qué?

—El primer paso. Es lo único que dice. Por desgracia para él no habrá un segundo paso y desperdiciará unos años preciosos para descubrirlo.

Samuel Bates miró su reloj para indicar que la conversación había terminado.

—Tengo que irme, Keitel.

—Gracias por haber venido.

SINOPSIS

John Farrell es un genio de las matemáticas decidido a explorar los límites de esa ciencia que puede explicar el mundo. Utilizando las matemáticas, consigue emular a Chopin con resultados asombrosos, pero quiere ir más allá: ¿hay algo que no pueda explicarse con las matemáticas, con la lógica? ¿Hasta dónde puede llegar el hombre con ellas? Novela sobre la ciencia, la música y la filosofía, este brillante relato de construcción impecable atrapa al lector desde la primera página por su agilidad y su capacidad de plantear con sencillez grandes cuestiones, mientras nos implica en una trama que sorprende. Su autor, para quien la amenidad es aliada imprescindible, narra una historia que se permite interrogarnos a la vez sobre el verdadero sentido de la libertad humana, sobre el destino y los límites del hombre para manejarlo. Hacia el final, la intriga alcanza su clímax y logra sobresaltar una vez más al lector con un desenlace propio de la mejor novela negra.
Esta novela ha obtenido el Premio de Novela Corta 2012 de la Fundación MonteLeón. El jurado estuvo compuesto, entre otros, por los novelistas y miembros de la real Academia española Luis Mateo Díez y José María Merino. En palabras de este último, se trata de una «excelente obra» que roza la ficción científica realizada con «brillantez y concisión», además de ser entretenida. Por su parte, Luis Mateo Díez ha considerado un acierto haber escogido el género de novela corta, que supone un gran reto literario. En su opinión, La variable humana es un trabajo «sorprendente, inquietante y complejo».