viernes, 3 de mayo de 2013

LA FÓRMULA PREFERIDA DEL PROFESOR - Yoko Ogawa

En comparación con la estupenda casa principal, el pabellón, más que modesto era miserable. Tenía una sola planta, recogida y fría, y parecía haber sido construido a regañadientes, como por necesidad. Tal vez para disimular aquella condición, alrededor del pabellón crecía la vegetación de forma libre y salvaje. No daba el sol en la entrada, y el timbre estaba estropeado.

-¿Qué número de pie calzas?


Lo primero que me preguntó al decirle que yo era su nueva asistenta no fue mi nombre, sino qué número de pie calzaba. No me saludó, ni de palabra ni con un gesto. Yo, siguiendo la regla de oro de toda asistenta, según la cual no se puede responder con una pregunta, contesté a su pregunta:

-El 24*.

-Vaya, es un número muy resuelto, la verdad. Es el factorial de 4.

El profesor cerró los ojos con los brazos cruzados. El silencio se mantuvo durante un momento.

-¿Qué es el factorial?

No sé por qué se lo pregunté, pero pensé que sería oportuno seguir hablando un poco más de aquello, ya que, al parecer, el número del calzado iba a ser algo importante para mi empleador.

-Si multiplicamos los números naturales, del 1 al 4, nos da 24 -contestó el profesor sin abrir los ojos-. ¿Cuál es tu número de teléfono?

-Es el 567 14 55.

-¿El 5671455? ¡Vaya maravilla! ¡ Es igual a la cantidad de números primos que existen hasta cien millones!

El profesor iba asintiendo con la cabeza, como si estuviera muy contento.

Aunque no entendí cómo ni por qué era maravilloso mi número de teléfono, su cálida voz me sonó afectuosa. No parecía que quisiera exhibir sus conocimientos, sino que noté más bien cierta reserva y sinceridad. Fue una calidez que me produjo la ilusión de que mi número de teléfono entrañaba un destino especial, y que yo, como su titular que era, tal vez también tendría un destino especial.

Unos días después de acudir regularmente al pabellón como asistenta, me di cuenta de que el profesor, cuando estaba confuso, sin saber qué decir, tenía la manía de hablar con números en lugar de palabras. Era la manera que había ingeniado para comunicarse con los demás. Los números eran la mano derecha que tendía para estrechar la del prójimo y, al mismo tiempo, un abrigo para resguardarse de sí mismo. Un abrigo tan pesado que nadie conseguía que se lo quitara, tan recio que no permitía distinguir el contorno de su cuerpo, aunque se deslizara una mano por encima. Pero por el mero hecho de llevarlo puesto lograba proteger su propio espacio.

Hasta que dejé de ser su asistenta, repetimos cada mañana, en la entrada, la conversación de los números. Para el profesor, cuya memoria se desvanecía al cabo de ochenta minutos, cada vez que aparecía yo por la puerta, era siempre una desconocida. Por lo tanto, cada día, sin excepción, él hacía gala de la reserva propia de un primer encuentro. Los números que solía preguntarme eran, aparte de los del calzado y el teléfono, los del código postal, el número de serie de mi bicicleta, cuántos trazos de caracteres chinos había en mi nombre, y, por más variadas que fuesen las respuestas, él les daba enseguida un significado. Nunca parecía esforzarse por encontrar un significado. Era como si las palabras "factorial" o "número primo" fluyeran con toda naturalidad de su boca.

Nota: * La numeración del calzado japonés se expresa en centímetros.

SINOPSIS

«Una historia de amor, amistad y transmisión del saber...»
Auténtico fenómeno social en Japón (un millón de ejemplares vendidos en dos meses, y otro millón en formato de bolsillo, película, cómic y CD) que ha desatado un inusitado interés por las matemáticas, este novela de Yoko Ogawa la catapultó definitivamente a la fama internacional en 2004. En ella se nos cuenta delicadamente la historia de una madre soltera que entra a trabajar como asistenta en casa de un viejo y huraño profesor de matemáticas que perdió en un accidente de coche la memoria (mejor dicho, la autonomía de su memoria, que sólo le dura 80 minutos). Apasionado por los números, el profesor se irá encariñando con la asistenta y su hijo de 10 años, al que bautiza «Root» («Raíz Cuadrada» en inglés) y con quien comparte la pasión por el béisbol, hasta que se fragua entre ellos una verdadera historia de amor, amistad y transmisión del saber, no sólo matemático…Como dice en su postfacio el profesor León González Sotos, «asistimos al emocionado ajetreo, de venerable filiación platónica, entre la anónima doméstica, el también —¿innombrable?— Profesor y el pupilo Root. Entre idas y venidas, tareas caseras y cuidados piadosos a su muy especial cliente, éste va desvelando las arcanas relaciones numéricas que los datos cotidianos más anodinos pueden encerrar.»
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